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miércoles, 1 de septiembre de 2010

El Palomar

A Juana Ruiz López

“Que tu fervor sea perdurable
y pasajero el desencanto”.


“Si es bueno el servicio a vuestros semejantes,
¿Por qué os alarmáis ante la desigualdad social?
Responded a esa prueba con el amor desinteresado”.
J.J. Benítez. “El testamento de San Juan”.

CAPÍTULO I

EL PRIMER DÍA

(1 de Septiembre de 1987)

Cada año, tras las vacaciones, había que empezar de nuevo. Otra ciudad, otra casa, otro lugar de trabajo, otros compañeros y compañeras. Después de tres años, me seguía resultando tan duro y difícil como el primer día.

Salí de casa a las nueve de la mañana. Crucé la rambla en dirección a la calle Real donde tenía que coger el autobús. Esa línea, me habían advertido, era muy irregular. Hubo suerte: mi autobús estaba a punto de salir. Cuando entré había tres personas y tras algunas paradas, quedamos sólo el conductor y yo.

—Perdone que le pregunte señorita, ¿usted a dónde va?

—Me bajo en El Palomar, me han dicho que es la última parada.

—¿Va usted al colegio?

—Sí señor, allí voy.

—Dicen que este año todos los maestros son nuevos porque, usted es maestra ¿no?

—Pues... sí. ¿Cómo lo supo?

—Bueno, uno no está acostumbrado a llevar hasta El Palomar a personas como usted. Veo, por su acento, que no es usted de aquí...

—No —sonreí—, no lo soy, pero este año me han destinado aquí.

—¡Pues vaya bromita que le han gastado! Es usted muy joven. Tal vez, la ha enviado Dios. Los caminos del Señor son insospechados...

Fue entonces cuando me fijé en el gran crucifijo de madera que, colgado de su cuello, se entreveía a la altura del pecho.

—¿Tan malo es esto?

—Es difícil, señorita. Esta línea iba a ser suprimida porque los conductores se negaban a entrar en el barrio. Yo me ofrecí voluntario y... ya ve, aquí estoy.

El autobús dejó la carretera, giró a la izquierda bordeando las tapias del cementerio viejo y se dirigió a El Palomar por pedregosos carriles. En el camino no pude ver vegetación alguna; sólo polvo.

Pronto empezaron a verse las primeras casas. Desde el autobús, el espectáculo era desolador. Las puertas por el calor, abiertas; hombres y mujeres hacinados sobre mugrientos colchones tirados en el suelo. Viejos muy viejos, o quizás no tan viejos, sentados en el escalón de la puerta, fumando.

La chiquillería harapienta, se refrescaba, jugando con gran alboroto, en un pilón; a su alrededor tantos o más perros que niños y niñas. Saludaron alegremente al conductor que me llevó hasta la misma puerta del colegio.

—Ya verá como, si los sabe tratar, no tendrá problemas. Si alguna vez me necesita... ¡Suerte, señorita!

Atravesé la verja de entrada. A mi paso salió Pepe, el portero. Su aspecto era el de un matón del cine negro. Me miró de arriba a abajo. Estaba sin peinar. Con la boca llena, estaba engullendo un bocadillo, respondió a mi saludo. Llevaba una camiseta de tirantes que dejaba ver su poderosísima musculatura y cuatro horribles tatuajes, dos en cada brazo, unos sucios, desgastados y ajustados vaqueros que ponían de relieve unos atributos masculinos de peso y unas sandalias que aireaban la roña de no sé cuánto tiempo. Me indicó, siempre con la boca llena, por dónde se iba a la sala de profesores.

Seguí el camino como una sonámbula. ¿Realmente estaba allí? Llamé, abrí la puerta y catorce pares de ojos, todos a la vez, se fijaron en mí. Lejos de aturdirme, me sentí reconfortada: había catorce personas “normales” como yo. No estaba sola. Respiré profundamente.

Tras las presentaciones y las inevitables preguntas y comentarios, me sentí mucho mejor. Una compañera, Ana María, me llevó en su coche de regreso a casa y se ofreció para recogerme todas las mañanas. Nunca más volví a coger el autobús.


CAPÍTULO II

ABSENTISMO ESCOLAR

Los niños y niñas no faltaban a la escuela. Era extraño porque las condiciones socio-culturales favorecían justo lo contrario, pero allí estaban los datos. No es que desconfiara de ellos, pero releí una y otra vez las Memorias de fin de curso de los últimos años en busca de una explicación lógica. No tardé mucho en comprender: en el colegio había comedor escolar gratuito y la Diputación Provincial se hacía cargo de los gastos del desayuno y la merienda.

Cada día, hacia las diez de la mañana, dábamos a los niños y niñas un vaso de leche y medio bocadillo.

A medio día comían. Los menús, que incluían siempre tres platos, los había elaborado un médico de forma que constituyeran una dieta variada y equilibrada, de acuerdo con la etapa de crecimiento de los niños y niñas.
Como el presupuesto económico para el comedor era muy alto, los alimentos eran siempre frescos y de primera calidad. Si a esto añadimos una cuidadosa higiene, una extraordinaria cocinera y el hecho de que Enrique, el profesor encargado del comedor, siempre se las ingeniaba para añadir algún extra, la comida era excelente.
Los niños y niñas, claro, tenían sus manías. Uno de los mejores platos era, sin duda, la paella, pero sólo les gustaba el arroz y con cara de espanto y repugnancia iban retirando del plato, con grandes aspavientos, gambas, cigalas, mejillones y demás “bichos asquerosos”.

Ya por la tarde, antes de finalizar las clases, les dábamos un vaso de batido de frutas con galletas.

Se tenía, además, muy en cuenta a los niños y niñas que por cualquier motivo, debían seguir un régimen especial; tal era el caso de “La Niña de Harina”. Carmela tenía cinco años; era chiquita, delgada y muy pálida. Siempre estuvo enferma y en varias ocasiones, al borde de la muerte. Por fin se descubrió que era alérgica al gluten del trigo. Por eso, y por el color de su piel, era “La Niña de Harina”. A pesar de su corta edad, Carmelita aprendió a rechazar, cuando se lo ofrecían, el pan, las galletas, los pasteles... Su bienestar duraba lo que duraba el curso escolar: todos los veranos caía enferma y volvía al colegio débil, escuálida, pálida, pálida...

Enrique pesaba a los niños y niñas al principio y al final del curso; solían hacer unos seis o siete kilos, algunos y algunas muchos más. Con kilos o sin ellos, era evidente que, día a día, iban cambiando su aspecto demacrado y desvaído por otro lustroso y saludable.

Para los niños y niñas, escuela era sinónimo de barriga llena y para los padres y madres, olvidarse durante nueve meses de un montón de bocas que alimentar. En El Palomar, los niños y niñas no faltaban a la escuela.


CAPÍTULO III

EL PALOMAR

Conocí el barrio sólo superficialmente. Para mí, El Palomar, era el colegio; el barrio me daba, sencillamente, miedo.

El Palomar era y es un barrio situado en un extrarradio de la ciudad sobre una de las colinas que la rodean. No constituía un agrupamiento uniforme, sino que en él se distinguían, por su localización, dos zonas: El Palomar Bajo y El Palomar Alto. Esta división, claramente separada por un espacio sin habitar, marcaba también una distinción social, económica y cultural.

El Palomar Bajo, situado al pie de la colina, se prolongaba hasta unirse con un barrio del casco urbano de la ciudad. Aquí convivían gitanos y payos y, generalmente, contaban con unos ingresos fijos, pues los “cabeza de familia” solían tener un trabajo más o menos estable: se dedicaban a la venta ambulante o de chatarra, a la recogida de basura, a la limpieza de las calles...Tenían unas viviendas dignas, bien conservadas y unas calles limpias. En contrapartida, su cultura había degenerado en una mezcla de extrañas costumbres y comportamientos.

En lo alto de la colina estaba El Palomar Alto; allí estaba el colegio. Su población era totalmente gitana y conservaba sus ancestrales costumbres y tradiciones. Los tíos, los patriarcas, seguían rigiendo la comunidad. Sólo en cuanto a la forma, sólo aparentemente, porque bajo esa estructura se ocultaba una gran corrupción amparada, además, en el aislamiento del barrio y en su carácter de gueto prácticamente exento de la vigilancia policial que sólo se hacía efectiva cuando la reclamaba el colegio, las monjas que allí vivían o cuando en alguna reyerta estaba implicado algún payo que, probablemente, buscaba droga y se encontró con una mala “puñalá”.

Así, bajo costumbres y tradiciones gitanas, se tapaban auténticas redes de prostitución, de compra y venta de mercancías robadas, de niños y niñas que pedían por las calles y de tráfico de drogas.

Sólo unos pocos controlaban esta mafia y de ellos se decía que eran inmensamente ricos, aunque, en apariencia, vivían como todos. Precisamente eran ellos los que más luchaban por conservar la pureza de su cultura. Curiosamente, eran los que enarbolaban, ante las instituciones, la defensa de su raza frente al racismo de la sociedad.

El resto, vivía en la más absoluta miseria y sus casas eran auténticas pocilgas en las que, eso sí, nunca faltaba el vídeo. No obstante, siempre tuve la sospecha de que contaban con ingresos económicos suficientes como para vivir muy, pero que muy dignamente.

La relajación de costumbres era tal, que las conductas inmorales se habían convertido en algo cotidiano y normal. Mientras tanto, Juani, una de mis alumnas más aventajadas, soñaba con ser, algún día, maestra, pero no como su maestra: ella quería irse lejos, muy lejos de El Palomar.


CAPÍTULO IV

LOS PIOJOS CONTRAATACAN

Yo, en mi vida, una vez, había tenido ocasión de ver un par de piojos, pero jamás imaginé que pudieran existir tan colosales ejemplares de la especie. Su tamaño, a veces, llegaba a alcanzar el de la uña de mi dedo meñique. Esto, que me parecía una ventaja, al ser tan gordos su peso les impediría pasar de una cabeza a otra, resultó ser todo lo contrario pues los facultaba para dar dobles y triples saltos mortales, perfectamente perceptibles, y adornarlos, además, con todo tipo de piruetas.

El colegio recibía gratuitamente la loción anti-piojos en garrafas de veinticinco litros. Era bastante eficaz e incluso mataba las liendres. Una vez por semana, empapaba las cabezas de mis alumnos y alumnas con esta loción y bajábamos al patio a tomar el sol. En pocos segundos, con el calorcillo, los piojos bullían en sus cabezas y algunos bajaban hasta sus caras. Se asomaban para tomar aire y allí, al sol, morían. Luego, había que retirar los cadáveres tarea para la cual, se daban muy buena maña mis alumnas.

Pasada una semana, los piojos volvían a hacer su aparición. Con solo darles de leer, sabía cuándo tenía que echarles de nuevo la loción porque, mientras leían, podía observarles las cabezas y, sobre todo, porque algunos piojos, ávidos de cultura, caían a la cartilla de lectura. A veces, si se acercaban a mi mesa y luego aparecía un piojo entre mis cosas, preguntaba por su dueño o dueña para que se hiciera cargo del piojo extraviado.

Puede parecer grotesco. No, no era una burla: era la única forma de enfrentarse a un ejército de piojos en una batalla que, sabíamos, teníamos perdida.


CAPÍTULO V

EL PROYECTO

Poco me importaba, en principio, la historia del colegio. Sin embargo, pronto sentí curiosidad por su pasado, precisamente para intentar comprender su presente y porque, no puedo negarlo, llegaron hasta mí comentarios que constituían un auténtico folletín. En realidad, sólo supe lo que me contaron unos y otros: profesorado, padres y madres de alumnos y alumnas y gente de la ciudad. Entre todos y todas fui recomponiendo la historia, una historia, mi historia.

El colegio empezó funcionando como cualquier colegio lo que es tanto como decir que no funcionó ya que fue un colegio sin niños y niñas: no cambiaron la calle por una escuela que nada tenía que ver con ellos y ellas.

En la década de los ochenta, estalló en los medios educativos el boom de la Educación Compensatoria (hablo de boom y digo bien porque así funciona nuestra enseñanza): la escuela debía compensar las deficiencias que los niños y niñas pudieran tener en su ambiente familiar y social y llegaron los proyectos. Entre todos, mereció una especialísima atención el Proyecto de Educación Compensatoria de El Palomar en el que estaban implicadas las Administraciones Local, Provincial, Autonómica, Estatal y la Comunidad Europea.

El Proyecto de El Palomar se erigió, así, en el modelo de la Educación Compensatoria y de todo ello se hicieron eco los medios de comunicación nacionales e internacionales.

El Proyecto trajo a El Palomar una dotación de profesorado, especialistas (médico, psicólogo, asistentes sociales y maestros de taller), recursos económicos y materiales excepcionales.

El primer objetivo fue atraer a los niños y niñas a la escuela. Sus medios más eficaces fueron la comida, el carácter lúdico de todas las actividades y la realización de numerosos viajes y excursiones. Evidentemente, se rompió con la figura del maestro y maestra convencional que fue sustituida por la del animador y animadora.

Otro objetivo importante fue establecer una buena relación escuela/comunidad gitana lo que consiguieron ganándose la amistad de los llamados tíos y a través de excursiones, fiestas y convivencias.

Sin embargo, todo este edificio construido en torno al Proyecto se derrumbó. Las verdaderas razones las desconozco. Supongo que el trabajo era especialmente duro y que las diferentes formas de concebir la educación que tenían los profesores y profesoras que realizaron y llevaron a cabo el Proyecto, hicieron que pronto surgieran los enfrentamientos.

Reconozco que con estos argumentos difícilmente podría montarse un “culebrón” pero para eso, estaban los comentarios:

Se habló de las conductas inmorales de algunos profesores y profesoras a los que se acusó de bañarse desnudos delante de los niños y niñas, de mantener relaciones sexuales en horario y en el ámbito escolar y de convivir “demasiado” con la comunidad gitana a la que compraban droga. Se habló de la no adecuada distribución de los recursos económicos y, como no, se habló de intereses políticos.

Lo cierto es que, tras cuatro años, el Proyecto no se prorrogó y el colegio pasó a ser considerado simplemente de atención preferente. Así, pues, todas las vacantes de profesorado salieron a concurso de traslados. Sin embargo, La Delegación Provincial de Educación no quiso romper con todo bruscamente y concedió, para seguir trabajando en El Palomar, comisión de servicios a dos profesores y una profesora que habían integrado el Proyecto. Por tanto, había tres personas que conocían todo el funcionamiento del colegio y la comunidad educativa y que pretendían, de alguna manera, seguir con el Proyecto y veinte maestros y maestras que lo desconocíamos todo y que sólo pretendíamos sobrevivir en El Palomar.

Los nuevos y nuevas, mayoritariamente nombrados de oficio con carácter provisional o interino, supimos muy pronto que en El Palomar no funcionaría un sistema más o menos tradicional de enseñanza, que habría que adaptarse y cambiar nuestras escalas de valores, pero también teníamos muy claro que no éramos ni asistentes sociales ni hermanitas de la caridad. Nadie podía exigirnos nada que no fuera cumplir con nuestras obligaciones. Nosotros y nosotras no nos habíamos comprometido con ningún proyecto.

En contra de lo que vaticinaron los miembros que habían integrado el Proyecto, la comunidad gitana aceptó a unos maestros y maestras que hacían menos fiestas y menos excursiones pero que enseñaban a sus hijos e hijas a leer, a escribir y a hacer cuentas.

Los niños y niñas siguieron asistiendo a clase con regularidad, entre otras cosas porque seguía funcionando el imán mágico: el comedor. Al principio se mostraron hostiles y recelosos, pero, poco a poco, nos ganamos su confianza. Ellos y ellas fueron aceptando unas normas imprescindibles para el buen funcionamiento del colegio y adquiriendo hábitos de trabajo en clase. Nosotros y nosotras aprendimos a ser sus maestros y maestras.


CAPÍTULO VI

COMO LOS CHORROS DEL ORO

El primer día de clase, al recibir a mis alumnos y alumnas, me llevé una agradable sorpresa: me encontré con dieciséis niños y niñas, de nueve y diez años, decentemente vestidos, peinados y con la cara y las manos limpias. Eran los mismos niños y niñas que, días antes, había visto, sucios y harapientos, jugar entre basura y eran los mismos niños y niñas que, sabía, vivían hacinados en unas casas llenas de miseria y, a veces, sin luz ni agua corriente. Se me encogió el corazón y, de repente, valoré el gran esfuerzo que para ellos y ellas suponía venir más o menos curiosos a la escuela. Me sentí mal porque mi aseo personal resultaba demasiado cómodo, demasiado fácil y pensé que, en su lugar, yo iría a la escuela en un estado lamentable.

La higiene de los niños y niñas, no obstante, dejaba mucho que desear y la escuela, la madre escuela, tuvo que poner remedio. Dos días a la semana tocaba ducha. Los dejábamos unos cinco minutos, en remojo, bajo el agua caliente. Cuando estaban colorados como salmonetes, les dábamos su esponja con una dosis de jabón líquido. Cuando terminaban, llevaban sus toallas a las lavadoras y limpios, como los chorros del oro, volvían a clase para aprender muchas cosas ¿para qué si no, se va a la escuela?


CAPÍTULO VII

LOS COMPROMETIDOS

Tal vez pudiera afirmarse que los profesores y profesoras que llevaron a cabo el Proyecto, descuidaron multitud de aspectos académicos; que su concepción de la educación y sus métodos de enseñanza fueran discutibles, polémicos y, a veces, reprochables; que contaron con numerosos recursos humanos, materiales y económicos. Aun así, estoy convencida de que su labor fue extraordinaria.

Tres de estos profesores y profesoras, Lourdes, Enrique y César, continuaron trabajando aquel curso en El Palomar. Especialmente sensibilizados ante la defensa de los niños y niñas frente a la agresividad de su entorno, eran unos luchadores natos. Prestaban gran atención a la asistencia de los niños y niñas y en cuanto observaban alguna anomalía, los buscaban y recogían por las calles de la ciudad donde estaban mendigando o vendiendo cualquier cosa. De regreso, los llevaban a sus casas y amenazaban a padres y madres con denunciarlos. Tenían el apoyo de los “tíos” pero, aun así, era arriesgado, sobre todo cuando se trataba de alumnas de doce, trece y catorce años que estaban haciendo la calle y se enfrentaban, además, a los chulos de turno.

Allí estaban. De día y de noche. Leonor, Ana y Julia. No recuerdo la congregación religiosa a la que pertenecían, pero allí estaban, al servicio de la comunidad.
Ocupaban tres casas, como todas las del barrio, en las que tenían un dispensario sanitario al frente del cual, estaba Julia que se encargaba de las vacunas, inyecciones y curas; de conseguir los medicamentos que necesitaban; de la alimentación de los bebés; de atender los tratamientos de los enfermos de sida, tuberculosis, lepra y tiña (en El Palomar seguían existiendo enfermedades que daba por desaparecidas) y de recibir, a cualquier hora, a los frecuentes heridos por arma blanca.
Leonor realizaba las funciones de una asistenta social y Ana se encargaba de las tareas específicamente religiosas, de la organización de la casa, colaboraba con el colegio en muchas actividades y echaba una mano a Julia y a Leonor.

Nunca les oí una queja y siempre se mostraban alegres, aunque lo pasaran mal, sobre todo por las noches en las que el alcohol y las drogas hacían que no siempre fueran respetadas.

Estaban allí voluntariamente pero su comunidad religiosa procuraba, de vez en cuando, relevarlas pues vivir y trabajar como ellas, siempre al límite, incidía negativamente en su salud física y mental.

Eran los comprometidos y comprometidas. En la defensa de los derechos de los niños y niñas. En el servicio a los demás. Son los que hacen que me avergüence de mi vida cómoda y cobarde.

¡Que Dios os proteja! Que Él os lo premie.


CAPÍTULO VIII

HABLEMOS DE SEXO

Si la relajación de costumbres y la inmoralidad en sentido amplio se habían generalizado en El Palomar, merecen un capítulo aparte las conductas sexuales que, en estos términos, relataban los niños y niñas como si de hablar del tiempo se tratase:

—Maestra, me contaba entusiasmado Juanillo con tan sólo diez años, cuando sea grande, voy a echarme una novia que tenga las tetas como La Sabrina pa poder hacerme la paja de la muerte.

—Maestra, mi papa es un follaó...

—¡Lolica, hija, pero qué bruta eres!

—Pero maestra, si es de verdad, mira: mi papa nus dejó hace dos años pa irse con otra a Barcelona. A luego, asine que pasó un año, vino pa vernos y dejó preñá a mi mama. Ahora, como ha pario mi mama, ha venio mi papa y ya está liao con otra tía. ¿Es o no es un follaó mi papa? y ¿sabes qué dice mi mama?: ¡Que tome por culo la gachí de Barcelona que ahora ha sio ella la que sa quedao plantá!

De nada habría servido escandalizarse porque nos contaran, así, estas cosas. Los niños y niñas estaban hartos de ver películas pornográficas y de presenciar en sus casas —quiero creer que sólo presenciaban— las relaciones sexuales de abuelos/as, padre y madre, tíos/as, hermanos/as, primos/as, sobrinos/as... Escenas que, como ésta, se repetían a menudo en las calles, eran para los niños y niñas motivo de diversión:

Un hombre de edad madura, borracho, corriendo calle arriba, con los pantalones bajados, persiguiendo a su cuñada y gritando: ¡Ven aquí, pelleja, so puta, que contri más corras más le la meto aluego!

Lo de menos, era la forma en que se expresaban los niños y niñas. Siempre lo hacían así, hasta cuando querían decir algo bonito:

—Maestra, ¡qué guapa vienes hoy!, paeces una puta...

Era todo un piropo pues para los niños y niñas, las prostitutas de El Palomar eran mujeres jóvenes, hermosas, que se arreglaban para salir.

El sexo se había introducido en los más inocentes juegos que veían alteradas sutilmente algunas de sus reglas. Así, cuando jugaban a pillar, los niños corrían tras de las niñas para atraparlas y cuando las hacían prisioneras, las empujaban contra la pared y “se las tiraban” —en realidad, imitaban los movimientos de una cópula—.

En El Palomar, de alguna manera, todo el mundo follaba o era follado. Lo comprendí el día en que Esperanza, una niña de cuatro años, llegó hasta mí, en el recreo, llorando desconsoladamente. Se tocaba la cabeza, donde le sangraba una pequeña herida producida por el impacto de una piedra y gritaba.

—¡Me han follado por la cabeza!

Enrique tenía, como para otras muchas cosas, sus propios métodos y cansado de las fanfarronerías de sus alumnos, les advirtió que para poder follar había que tener un tamaño determinado de pene y si se follaba antes de conseguir tal medida, se corría el riesgo de que se fuera haciendo cada vez más pequeño. Hizo una marca en una mesa señalando el tamaño mínimo (unos cincuenta centímetros) y una vez por semana, los niños se medían el pene y luego comentaban: A mí, me falta esto y apenas señalaban un par de centímetros.

Nos sentíamos impotentes. Al final, creo que dimos con la mejor solución: ¡Que nos follaran a todos y a todas por la cabeza!


CAPÍTULO IX

UNA CUESTIÓN DE CONCIENCIA

Estaba claro que el comedor escolar era imprescindible en El Palomar. Enrique se ofreció como encargado, pero necesitaba un equipo de personas que vigilara a los niños y niñas antes, durante y después de la comida. Nadie estaba dispuesto, a pesar del incentivo económico que suponía realizar tal tarea, porque los tenedores que permanecían clavados en el techo del comedor hacían “presumir” que podía resultar hasta peligroso. ¿Quiénes se harían cargo de su funcionamiento?
Se sucedieron sesiones y sesiones interminables del Claustro de las que sólo sacábamos calentamientos de cabeza intentando analizar la siempre ambigua normativa vigente en estos asuntos conflictivos.
Propusimos a la Delegación de Educación que contratara monitores/as que se hicieran cargo del comedor. Negativas. Propusimos que había jóvenes de confianza en la comunidad dispuestos a hacer el trabajo a cambio de la compensación económica que se solía dar. Negativas.
Finalmente el Delegado Provincial, en un alarde de populismo, se dignó, con parte de su séquito, a hacer una visita al Claustro de Profesores/as y, con un discurso moral sobre la profesionalidad del magisterio, nos comunicó que estábamos obligados a hacernos cargo del comedor y los que se negaran, serían expedientados.
No nos quedó más remedio que tragar pero él tuvo que digerir el hecho de que, al salir del colegio, a su coche, que no gozaba de la inmunidad que el vecindario otorgaba a los de los maestros y maestras, “moralmente”, le faltaban las cuatro ruedas. ¡Lástima que se tratara del coche oficial!

El Señor Delegado tuvo la gentileza de deleitarnos, una vez más, con otra visita, pero esta vez se aseguró de que Pepe, el portero, vigilara su coche.
En esta ocasión su tono era sensiblemente menos prepotente. La Comunidad Europea había concedido un dinero para el barrio y, para que se librara, algún organismo debía hacerse cargo de la justificación de gastos (¡casi “ná” en El Palomar!). Gobernación pasó la pelota a Educación que, en un golpe de genialidad, pensó que esa institución maravillosa gran conocedora del barrio, podría ser el colegio:

—Así que si queréis hacer el favor... No estáis obligados, pero pensad que, si no aceptáis, el barrio no recibirá ese dinero que tanto necesita. La solidaridad... La conciencia social...

(¡Hay que joderse!).

Juana, la directora del colegio, tomó la palabra:

—Señor Delegado:
Venimos cada mañana a un barrio en el que nadie tiene el valor de entrar: ni los taxistas, ni los repartidores. Aquí no viene ni la policía. Entra el autobús y porque el chófer es predicador de no sé qué religión.
En la escuela, además de enseñar a los niños, les damos de desayunar, de comer, de merendar, los lavamos y les quitamos los piojos. Aquí podemos contagiarnos de enfermedades que usted ni sospecha. Aquí tenemos que aguantar que los niños nos llamen putas, cabrones, se caguen en nuestra puta madre y en todos nuestros muertos porque si los echamos del colegio, vienen los papas y toda su parentela y nos cosen a navajazos. Aquí nos han amenazado de muerte y nos han pegado. ¡Cuántas veces lo hemos denunciado!,¡cuántas veces hemos reclamado protección!, pero ¿a quién le importa los maestros de El Palomar? ¿Usted viene a hablarnos de conciencia social?
Con todos mis respetos, señor, hay que tener una cara muy dura.

Tras estas palabras, el silencio fue absoluto. El Delegado recogió sus papeles y se marchó sin decir palabra. Alguien rompió el silencio con un tímido aplauso que terminó siendo una aclamación general. Juana, algo más tranquila, se levantó y dijo solemnemente:

—Señores, si no hay más asuntos que tratar se levanta la sesión.


CAPÍTULO X

LA TOILETTE, S'IL VOUS PLAÎT?

Desde el principio del curso, venía observando que algunos niños y niñas que me pedían permiso para ir a cagar, tardaban demasiado tiempo en volver. Pensé que, allí o en el camino, se entretenían hablando con compañeros y compañeras de otros cursos. En una ocasión, me pareció excesivo el tiempo empleado por un alumno y, preocupada por si no se encontraba bien, decidí salir a buscarlo, pero, para mi sorpresa, no fue necesario puesto que, canturreando, venía por el pasillo en dirección opuesta a los servicios.

—¡Hombre, Paco! ¿se puede saber de dónde vienes?

—Pos de cagar, maestra, si te pedío permiso...

—¿Y por allí se viene de los servicios?

—¡Allí voy a cagar yo!... ¡Ni loco! Vengo del escampao.

—¡Válgame Dios! ¿y con qué te has limpiado?

—Pos con qué va a ser, ¡con yerba!

—Con yerba, con yerba... anda, tira, ve a los servicios y que yo te vea lavarte las manos.

Tuve la genial idea de acompañarlo y allí, con el estómago vuelto del revés, pude comprobar que los niños y niñas hacían sus necesidades en cualquier sitio menos en el inodoro, que se limpiaban con las manos y éstas, a su vez, en los azulejos. ¡Y yo que pensaba que las señoras de la limpieza se quejaban por costumbre!
Paquito, asustado por mis vómitos, corrió en busca de ayuda a la clase de Enrique y en un abrir y cerrar de ojos estábamos los dos, codo con codo, vomitando al unísono. Llegó Encarna. Ya éramos tres. Llegaron Lourdes y César y... ¡completamos el quinteto! Tras la tragicomedia que organizamos, una vez repuestos, tomamos cartas en el asunto.

Durante una semana, el curso sobre “correcta y adecuada utilización de los servicios” fue intensivo y acelerado. Responsabilizamos a los niños y niñas, por turnos, para que dos veces al día hicieran la inspección de la limpieza de los servicios y nos dieran las novedades. Los viernes éramos los maestros y maestras los que hacíamos la inspección general y si todo estaba en orden, por la tarde poníamos una película de Marisol o Joselito que eran sus preferidas.

A la salida del colegio, un grupo de compañeros y compañeras nos deteníamos a merendar en alguna cafetería del centro de la ciudad. Ana María decía que, en realidad, hacíamos terapia de grupo antes de volver a casa y que aquellos momentos eran imprescindibles para que fueran aflorando los aspectos cultivados de nuestra personalidad.

—A mí me parece que cada día se nos nota más de dónde venimos. No os riais que esto imprime carácter, que ayer me sorprendí diciéndole a mi marido: bueno ¿qué? ¿follamos o no follamos esta noche? Por cierto, ¿cómo os va con vuestras inspecciones generales de los servicios?

En aquel preciso instante, se acercó a la barra de la cafetería una extranjera que, con gran dificultad, preguntó al camarero:

—¿La toilette, “poj favoj”?

Las carcajadas y el espurreo de café a un tiempo, fueron todo un espectáculo. El camarero no entendía, la pobre extranjera se quedó perpleja y los demás clientes nos miraban como a bichos raros y lo peor de todo es que no podíamos parar de reír.

—¿No os lo he dicho? —continuó Ana María— ¡Todos locos!


CAPÍTULO XI

UN BUEN PERRO GUARDIÁN

El Palomar ha sido y será, con diferencia, el colegio mejor dotado de recursos materiales y económicos de los muchos que he tenido y tendré que conocer en el obligado errar al que somos sometidos los maestros y maestras de la enseñanza pública.

El presupuesto que cubría en El Palomar los gastos del papel para la fotocopiadora era el mismo con el que cuenta, después de siete años, un colegio, con un número similar de alumnos y alumnas, para cubrir todos sus gastos de funcionamiento.

El Palomar guardaba un material escolar valiosísimo y, después de comprobar los frecuentes robos a los que se ven sometidos los centros escolares, la pregunta es cómo permanecía intacto. La respuesta era Pepe el conserje.

Pepe vivía con su familia en una casa habilitada dentro del edificio principal del colegio. No era nada fácil tratar con él y aquel curso hubo que pararle los pies en repetidas ocasiones porque campeaba por el colegio como si de algo suyo se tratara y estaba acostumbrado a tomar iniciativas y decisiones fuera, totalmente, de sus competencias. También se le pidió algo de decoro en su forma de vestir, de hablar y tratar a las personas.

Aceptaba de mala gana y siempre se tomaba todo a la tremenda como el día en que lo vimos aparecer vestido con el uniforme reglamentario. ¡Dios bendito! si antes parecía un matón de cine, ahora parecía un androide monstruoso de esos que proliferan en los dibujos animados.

Pepe era respetado por la comunidad porque era considerado uno de los suyos, porque era el más fuerte y porque tenía licencia y permiso para tener un revólver que en más de una ocasión utilizó para alejar a los ladrones. Era un buen perro guardián: defendía los intereses de aquél que le daba de comer. Los maestros y maestras que trabajábamos en el edificio principal con los niños y niñas más pequeños, nos sentíamos seguros.

El colegio tenía dos edificios más cuya vigilancia estaba a cargo del viejo Ramón, alcoholizado y enfermo, que no era respetado por nadie. El gimnasio ya no tenía arreglo: estaba destrozado y se había convertido en un almacén de chatarra para la comunidad. Al otro edificio, donde estaban las aulas de los niños y niñas mayores, poco le faltaba. No quedaba ni un cristal con lo que era facilísimo acceder a su interior y el Ayuntamiento, harto de reponerlos, no quería saber nada del asunto. Allí entraba y salía quien quería, a la hora que quería, para hacer lo que quería.

Nuestras continuas reclamaciones, denuncias y protestas caían en saco roto. Se necesitaba urgentemente alguien que, como Pepe, hiciera sentir a los maestros y maestras que no estaban totalmente desprotegidos.


CAPÍTULO XII

LA SUERTE DE LA NOVATA

No sé cómo pasó, pero me quedé o, mejor, me dejaron el mejor curso del colegio a pesar de que fui una de las últimas en elegir. Lourdes, César y Enrique debían permanecer con sus anteriores alumnos y alumnas. Creo que aquí estuvo la clave de mi suerte porque el resto de los compañeros y compañeras no querían formar equipo con ellos por sus polémicos métodos de enseñanza, su forma de pensar y actuar. Por otra parte, el nivel académico de los niños y niñas era bajísimo y prácticamente sólo sabían leer y escribir los mayores de diez años así que fueron eligiendo los cursos superiores que, además, eran los menos numerosos.

Yo me quedé en el edificio principal con el grupo de niños y niñas que resultó ser el más homogéneo, pacífico y disciplinado y al lado de tres compañeros que, en el Palomar, se las sabían todas.

Efectivamente, tuvimos problemas con Lourdes y César que pretendieron imponer al Equipo sus métodos de trabajo aun estando en minoría. El resultado fue que, durante todo el curso, fueron a su aire sin apenas relacionarse con los compañeros y compañeras y manteniendo la actitud pasiva del que espera ver cómo los demás se equivocan. Sin duda, nos quedaba mucho que aprender en El Palomar, pero cometieron los grandes errores de creerse en posesión de la verdad, de vernos incapaces de adaptarnos y de pensar que ni los niños y niñas ni la comunidad nos aceptarían.

La ayuda que ambos, con su actitud, nos negaron la suplió con creces la nobleza y generosidad de Enrique. La alegría contagiosa con la que él hacía todas las cosas, el buen humor de los que estábamos en aquel edificio, la seguridad que nos daba Pepe y, sobre todo, unos niños y niñas de hasta diez años de edad con los que todavía se podía trabajar y conseguir su respeto, hicieron que el curso transcurriera sin grandes problemas.

Sin embargo, la situación de los compañeros y compañeras que estaban con los niños y niñas mayores era dramática. Para la mayoría, su trabajo se había convertido en una pesadilla, vivían en constante tensión y al borde de la depresión nerviosa.
A estos alumnos y alumnas sólo les interesaba el colegio por la comida y hacían lo que les daba la gana. Entraban y salían a su antojo por las ventanas, fumaban, insultaban a los profesores y profesoras, les agredían físicamente y los amenazaban, para que no los expulsaran, a punta de navaja.

Ni siquiera los demás, que estábamos tan cerca, podíamos hacernos una idea de su angustiosa situación. A ellos y ellas les parecería excesivamente dulce mi historia, pero es que el azar o no sé qué fuerzas del destino, quisieron que yo, en El Palomar, fuera una privilegiada.


CAPÍTULO XIII

LOS NIÑOS Y LAS NIÑAS

Apenas he hablado de los niños y niñas, de mis niños y niñas. No he querido hacerlo porque son, o eran, los únicos inocentes de mi historia y porque ellos y ellas estaban orgullosos de ser como eran y felices viviendo como vivían. La que veía su miseria era yo y la veía con ojos de paya.

Eran niños y niñas como todos los niños y niñas. Algo más despiertos porque, ya se sabe, el hambre agudiza el ingenio. En todo caso, me atrevería a reconocer una nota común que los hacía diferentes: un sentido musical del ritmo arraigado en lo más profundo de su ser.

Todo lo demás, era adquirido. Si eran como eran y hacían lo que hacían era porque lo habían aprehendido. Y así seguirá siendo mientras sigan manteniendo el espíritu de su raza tal y como lo entienden y existan guetos como El Palomar donde la sociedad prefiere concentrarlos y ellos mismos terminan por auto-marginarse.

Nadie cambia su forma de pensar y vivir si no quiere y, mucho menos, si a su alrededor no tiene más modelo que el suyo propio. Pero sería absurdo que yo pretendiera analizar aquí una cuestión que se arrastra desde tiempos inmemoriales. No es mi intención.

Los niños y niñas se sentían protegidos en el barrio. Fuera estaba el mal, un sinfín de peligros y el payo malo que los podía secuestrar y matar (¡Cómo me resulta familiar esta historia!).

Un día los llevamos al circo y me sorprendió el miedo que pasaron andando por la ciudad. Yo parecía una gallina clueca con doce pollos pegados, literalmente, a mis faldas. La gente nos miraba con curiosidad lo que aumentaba sus temores. Tanto se acercaron a mí que me resultaba casi imposible dar un paso.

A veces me pregunto que habrá sido de ellos y ellas, aunque casi que prefiero no saberlo.

Llegó el treinta de junio. Había que terminar de nuevo. Dejar otra ciudad, otra casa, otro colegio, otros niños y niñas, otros compañeros y compañeras, otros amigos y amigas. Después de cuatro años, me resultaba más duro y difícil.

Salí de casa a las nueve de la mañana. Crucé la rambla en dirección a la estación del tren.

La ciudad fue quedando atrás lentamente. Pronto aparecieron las tapias del cementerio viejo y allá, en lo alto de la colina, se quedaba El Palomar.

(Ya verá como, si los sabe tratar, no tendrá problemas...Es usted muy joven. Los caminos del Señor son insospechados... ¡Suerte, señorita!).

Cerré los ojos, respiré profundamente:

—Por lo menos, sigo viva...


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