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miércoles, 19 de octubre de 2011

Aceptar lo inevitable

“Ángel del dolor” (1894) de William Wetmore Story.

Mañana hará tres años que murió mi madre. Con esta entrada quiero decirle que la echaré de menos mientras yo viva; que ella sigue siendo el refugio al que, en mi condición de hija, a veces regreso; que la siento muy cerca de mí; que siempre la amaré... Esta música es para ella. Sé que sus vibraciones nos acercarán esté donde esté.

 “Ave María”. Schubert. (Violín Isaac Stern).

Fuente: “La inutilidad del sufrimiento”. Mª Jesús Álava Reyes.

¿Hay algo más inevitable que la muerte? Pero ¡qué poco nos han preparado para afrontarla! Hemos estado quince, veinte, treinta o más años estudiando y “preparándonos para la vida”, ¿pero cuánto tiempo hemos dedicado a “prepararnos” para afrontar la muerte que vamos a “vivir” a nuestro alrededor e, incluso, la propia?

Existen muchos hechos “inevitables” que se sucederán a lo largo de nuestra vida; no aceptarlos, desde un punto de vista de salud mental, significa embarcarnos en un sufrimiento inútil, desgarrador y, en muchas ocasiones, muy duradero en el tiempo.

Algunas personas argumentarán que es imposible no sufrir ante determinados hechos: muerte de un ser querido, enfermedades graves, accidentes, “situaciones límite”, catástrofes naturales…, y, por supuesto, ¡tienen razón!, pero ¡no nos equivoquemos!, una cosa es el sentimiento absolutamente natural, espontáneo y humano, y otra muy distinta es el pozo en el que caemos cuando parece que solo hay un camino: el de bloquearnos, sumergirnos y dar vueltas ininterrumpidamente a unos hechos que ya no tienen marcha atrás.

No se trata de buscar un endurecimiento de las personas, pero la sensibilidad no consiste en sufrir y sufrir, sin posibilidad de superar el sufrimiento.

Es sensible quien se conmueve ante la adversidad, quien trata de ayudar a las personas que le rodean, quien fácilmente se pone en el lugar de los otros, quien se enternece y se conmueve ante el llanto de un niño, ante la mirada perdida de un adulto, ante la tristeza o la falta de ilusiones de un anciano; pero ser sensible no significa dejar de luchar ante los acontecimientos hostiles y difíciles, ni hundirse ante la adversidad o “tirar la toalla” en los momentos en los que parece no haber esperanza.

La sensibilidad engrandece al ser humano y acompaña a las personas auténticamente privilegiadas; personas que son capaces de sentir donde otros no llegan, de vivir y conmoverse, pero que saben actuar con la suficiente inteligencia emocional como para no hundirse en un pozo sin fondo.

Una sensibilidad mal entendida es una trampa mortal que puede llevarnos a un sufrimiento tan inútil como prolongado. Un sufrimiento que lejos de restañar las heridas, las ahonda y las abre provocando una sangría que nos debilita de forma continua e imperceptible.

La grandeza del ser humano es su capacidad de adaptación a la realidad, pero adaptación no debemos entenderla como resignación, sino como la situación donde la persona pondrá sus recursos en conseguir el equilibrio, la estabilidad, el autocontrol, la propia identidad… alcanzar, en definitiva, la propia felicidad y la de los que nos rodean. A este fin dedicaremos nuestros esfuerzos y no a lamentarnos.

A veces huimos, seguimos quejándonos de nuestra mala suerte y aprendemos muy poco de las experiencias de nuestra vida. No aprende quien cree que todo lo sabe.

Cuando una persona acepta lo inevitable, lejos de sentirse derrotada, encuentra la forma de reconducir sus energías y se convierte en “más persona”, pues ha desarrollado más recursos y habilidades para superar las situaciones que la vida nos pone día a día. Son personas que sonríen y su sonrisa no es una mueca, es la expresión de su satisfacción interna.


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