En 1917 el sacerdote católico Edward Joseph Flanagan (1886- 1948) fundó, con 90 dólares prestados, una casa para niños sin hogar en Omaha (Nebraska). En un principio contó solo con cinco niños: tres procedían de tribunales tutelares de menores y dos habían sido recogidos en la calle. Pronto, se vio obligado a ampliar los locales de su fundación, adquirió una granja a unos dieciocho kilómetros de Omaha y trasladó allí su residencia llamándola “Boys Town” (La ciudad de los muchachos).
El padre Flanagan, que dedicó toda su vida a la educación de niños y jóvenes delincuentes y abandonados, estaba convencido de que la fórmula más adecuada para su reinserción era fomentar en ellos el espíritu de responsabilidad e implantó un régimen de autogobierno en el que los chicos organizaban su ciudad.
Un día de 1918, el padre Flanagan fue llamado para atender a una señora que venía con su hijo, Howard Loomis, de unos trece años. Cuando entró en la sala de visitas, la madre se acercó a saludarlo, pero el niño no se movió de la silla. El sacerdote supuso que no se levantó a saludarlo por timidez o por nerviosismo…
La señora lo convenció para que admitiese a su hijo, pues su marido los había abandonado y ella, que no tenía casa propia, tenía que ganarse la vida sirviendo como criada. El padre salió a despedirla y volvió a la sala de visitas.
—Vamos Howard, te llevaré al pabellón donde vivirás. Un compañero te enseñará el dormitorio, el comedor… y te dirá nuestras costumbres para que sepas lo que tienes que hacer.
Howard bajó la cabeza y no se movió de la silla.
—Vamos —repitió el padre Flanagan.
El muchacho siguió inmóvil, levantó despacio la cabeza y miró al padre con ojos de súplica y temor.
—¿Te pasa algo? —dijo el sacerdote entre cariñoso y perplejo.
—Es que... es que no puedo andar... Soy paralítico.
Flanagan tenía por norma no admitir a niños con enfermedades que los imposibilitaran para seguir el ritmo de trabajo, estudio, recreo y oración establecido en la ciudad. Disimuló como pudo su disgusto y trató de sonreír a aquel pobre inválido que, de forma “fraudulenta”, había recogido.
Howard había tenido polio y caminar era muy difícil para él, especialmente cuando tenía que subir o bajar escaleras. Usaba un complicado aparato ortopédico para las piernas y, con frecuencia, los otros muchachos se turnaban para llevarlo de un sitio a otro cargado en sus espaldas.
Un día que fueron de picnic, lo llevaba a cuestas Reuben Granger, uno de los muchachos más grandes. Incapaz de ocultar el cansancio producido por la distancia, lo difícil del camino y el peso de Howard, el padre Flanagan con tono cariñoso le preguntó:
—Amigo, ¿pesa mucho?
Reuben, con inefable expresión de cara y encogimiento de hombros que encerraban una gran carga de amor, de valor y de resignación, le respondió con fuerza y decisión:
—“Él no pesa, padre... es mi hermano”.
Esta frase emblemática ha simbolizado el espíritu de “La ciudad de los muchachos” durante décadas.
* En 1938 “La ciudad de los muchachos” se hizo mundialmente famosa a través de la película del mismo título dirigida por Norman Taurog e interpretada por Spencer Tracy y Mickey Rooney. Obtuvo dos óscar en 1939 (mejor guion y mejor actor).
Parece ser que en 1943 el padre Flanagan estaba hojeando un ejemplar de la revista “El Mensajero”, cuando vio una imagen de un chico mayor que llevaba a un niño a cuestas. El texto decía: “Él no es pesado, señor ... es mi hermano”. El sacerdote obtuvo permiso de la revista para usar la imagen y la frase que “Boys Town” adoptó como lema.
En 1969 el grupo “The Hollies" grabó la entrañable canción "He ain’ t heavy, he’s my brother” (No pesa, es mi hermano), con un mensaje de fraternidad que trasciende lugares y tiempo. Para esta entrada he seleccionado la versión que hizo Olivia Newton John.
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