El siguiente texto ha sido extraído de libro “Mágica fe” de Juan José Benítez, concretamente del capítulo titulado «El “esmoquin” de la otra vida».
Se suele conocer a Juan José Benítez por sus investigaciones sobre el fenómeno ovni o por su serie de los “Caballo de Troya” en torno a la figura de Jesús de Nazaret, pero este libro es algo distinto.
Está escrito en forma de cartas a una de sus hijas y nos descubre al Juan José Benítez que, tras sus muchas y variadas experiencias a lo largo y ancho del mundo, ha descubierto lo que verdaderamente le importa en la vida y ha aprendido a saber valorar las pequeñas cosas y a actuar con el corazón.
Juan José Benítez desnuda su alma, sus sentimientos, ya que, según sus propias palabras, este libro es una especie de testamento que quiere dejar a sus hijos.
...«Me gustaría explicarte, demostrarte (?), la inmensa importancia de la inocencia. Un término, también lo sé, prácticamente descatalogado en una civilización (?) en la que todo tiene precio.
(Me parece que esa benevolente sonrisa que te mencionaba acaba de sombrear tu precioso rostro. Y lo comprendo. ¿De qué estoy hablando? ¿De la necesidad de ser inocente? Efectivamente, tu padre no es de este planeta.)
Te lo advertí. Mi tesoro, el que ahora pongo en tus manos, es tan especial e increíble que sólo los «socios del club de la mágica fe» pueden hacerlo suyo.
Y me dirás: aclaremos conceptos. ¿Qué es y qué representa hoy la inocencia? ¿Para qué sirve?
Lo primero que se me ocurre es que, envueltos como estamos en la confusión, ser inocente se interpreta en la actualidad como una suerte de retraso “mental”, digno de piedad o de burla. ¿Cuántas veces lo hemos afirmado u oído?: “Ése es un inocente”. Y en la expresión flota el sulfúrico del desprecio y de la chanza. Ser inocente, pues, es sinónimo de “tonto sin solución”.
Para el club, en cambio, la inocencia —es decir, la ausencia de malicia— es el doctorado que corona y justifica al ser humano. Un estado, fronterizo con la santidad, muy difícil de conquistar y que exige un durísimo entrenamiento…».
…«He aquí, según el club, la fórmula para hacerse (en propiedad) con el seductor esmoquin. Para merecer, en suma, el magnífico título de inocente. Un estado, como te previne, a caballo entre lo humano y lo divino. Una conquista muy compleja, que exige el conocimiento y la práctica de esas nueve condiciones. Todas a un tiempo. Todas a plena potencia.
¿Las repasamos?
I (Ingenuidad)
Ser inocente es ser auténtico. Manifestarse a cuerpo descubierto. Tal como eres. Con sombras y luces. Sin camuflajes. Sin maquillar el alma ni las formas. Sin recámara. Borrascosa o plácida, como la mar.
N (Nobleza)
Ser inocente significa “más arriba”. Con los sentimientos en el ático: por encima de lo habitual. El noble —el aristócrata de corazón— no habita en los suburbios de la mezquindad, sino en las lujosas urbanizaciones de la generosidad.
O (Olvido)
Ser inocente supone armarse para el desarme del olvido. Si lo prefieres, para el perdón. La inocencia olvida el mal con la tenacidad y elegancia de la ola, que borra tus huellas en la playa. Para ser inocente tendrás que aprender a programar el disco duro de la memoria para un continuo “no existir”, “no recuerdo”...
C (Curiosidad)
Ser inocente lleva impresa (de fábrica) la condición de curioso. Solo los espíritus nobles confiesan su abrumadora ignorancia. Y ello los convierte en alcohólicos del saber. Ser inocente es una condena. Una maravillosa condena a beber conocimiento. A beber como un poseso. Y el inocente, con tal de apagar su sed, recurre a todo y en todo momento: al vino de las preguntas, al coñac de la lectura y al champán del yo interior.
E (Espontaneidad)
Ser inocente es tener vida y movimiento propios. Auto propulsarse. Circular por los carriles personales —asfaltados o polvorientos— de tu nombre y apellidos. No depender del semáforo del qué dirán. Crecer con las nieves y la sequía de tu inteligencia. Sin los pesticidas de la hipocresía. Entonando la tabla de multiplicar de la naturalidad, prima hermana de la ingenuidad.
N (Niño)
Ser inocente es volver al pan y chocolate del corazón: la niñez.
Para conservar el valioso cargamento de la inocencia, conviene contratar al 007 de pantalón corto. Conviene volver, aferrarse, recuperar al “niño” interior. Al que fuimos. Al que añoramos. Al que llevamos escondido bajo el rígido almidón de las conveniencias sociales y al que acariciamos cuando nadie nos ve.
Inocente = niño = anarquista de lo gris = objetor de lo fosilizado.
Que tu alma, en lugar de sumar, reste cumpleaños.
No te ruborices si la mediocridad se ríe de las trenzas de tu espíritu.
Que tus ojos se encandilen con lo que los otros ignoran o desprecian. Entra sin temor en el túnel de la risa del porqué.
Sonríe por cualquier cosa. Para los inocentes es gratis.
Al igual que el bebé, llévate la vida a la boca. Recuerda que Dios -el Gran e Incorregible Niño- siempre empieza por el postre ¿no te hizo niña antes que adulto?
Ser inocente es ganar sin arriesgar.
Como el niño el inocente ama por inercia. Confía por naturaleza. Juega por necesidad. Vive sin saber que vive.
Si te acusan de inocente o de niña ¡felicidades! Habrás entrado en el club.
C (Confianza)
Ser inocente —creo haberlo escrito en alguna parte— es ir por la vida con las manos en los bolsillos. Es decir, en pasaje de lujo.
Ser inocente = confiado, es portar la pancarta de la esperanza. La única que no irrita, que siempre aparece en blanco, que desmiente al futuro y que arrastra.
Ser inocente = saber y entender lo que el resto no sabe ni entiende.
Ser inocente = confiado, es pisar el acelerador del ánimo, manteniéndolo en la zona roja del doscientos por hora. Y hacerlo con un vigor que haga exclamar: “no es humano”.
Ser inocente es confiar hasta la locura: único atajo a la cordura.
I (Intuición)
Ser inocente —suma y sigue— te convertirá en mago. Sentirás lo que los demás solo saben. Y cruzarás en cabeza todas las metas volantes de la carrera humana.
Ser inocente es abonarse gratis al fax de los cielos. La operadora (la intuición) será entonces tu confidente. Ella te avisará con la telegrafía sin hilos de los sentimientos. Después, la pesada maquinaria del razonamiento le dará la razón. Es el clavel en la solapa del esmoquin.
A (Asombro)
Ser inocente es nacer continuamente. Una y otra vez y por el invisible y elástico canal del asombro.
Ser inocente es asombrarse del ahora, del ayer y del último segundo, cuando no queda ya nada de que asombrarse. Asombrarse de lo nunca visto y, sobre todo, de lo siempre visto.
Ser inocente es nacer (asombrarse) cada mañana ante la cambiante sonrisa de tu fotografía en la pared.
Ser inocente es nacer (asombrarse) ante el pájaro que hace escala técnica en tu ventana.
Ser inocente es nacer (asombrarse) ante el brazo convertido en almohada.
Ser inocente es nacer (asombrarse) ante la danza del vientre de la llama de una vela.
Ser inocente es nacer (asombrarse) ante el milagro empaquetado de un mando a distancia.
Ser inocente es nacer (asombrarse) ante el voluntarioso ir y venir de lo cotidiano, ese pariente pobre y olvidado.
Ser inocente, en fin, es imaginar el asombro como un Dios-Niño tocando los porteros automáticos del alma echando a correr.
Todo esto, como puedes suponer, hace de la INOCENCIA el enemigo público número uno. Los “ladrones de oxígeno-bis” la temen.
El inocente —ingenuo, noble, olvidadizo para el mal, sediento de saber, espontáneo, niño, confiado, intuitivo y siempre en posición de asombro— es invulnerable e incorruptible. Es el bien, químicamente puro. Su luz inquieta, traspasa y desarma.
Dios los escolta personalmente ¡Y ay de aquellos que escandalicen a uno de estos pequeñuelos! Pisotearlos es un puntapié en la espinilla de Dios».