miércoles, 14 de mayo de 2025

Hijo del Hombre


Fuente: “Hermón. Caballo de Troya 6” de Juan José Benítez.

En un proyecto secreto, dos pilotos de la USAF (Fuerza Aérea Norteamericana) viajan en el tiempo al año 30 de nuestra era a la provincia romana de Judea para seguir los pasos de Jesús de Nazaret y comprobar cómo fueron sus últimos días.

Fascinados por la figura y el pensamiento de Jesús de Nazaret, deciden acompañar al Maestro durante su vida pública. Para ello deben actuar al margen de lo establecido oficialmente en la operación denominada “Caballo de Troya”. Jasón y Eliseo, así son conocidos los dos pilotos, retroceden al mes de agosto del año 25 de nuestra era. Buscan a Jesús y lo encuentran en el monte Hermón, permaneciendo con Él durante cuatro semanas.

El siguiente diálogo entre Jesús de Nazaret, Jasón y Eliseo se produce, al amor de un buen fuego, tras la cena del día 20 de agosto del año 25 en el campamento situado a los pies del monte Hermón. Con el fin de no hacer demasiado extensa la entrada, he omitido algunas frases que no afectan al mensaje recogido.

[…] —Señor —terció el ingeniero—, ¿qué es lo que has perdido en estas montañas? ¿Por qué dices que has venido a recuperar lo que es tuyo?

El Hijo del Hombre, consciente de lo que se disponía a revelar, meditó las palabras. Echó mano de una de las ramas y jugueteó con el pacífico fuego. Después, grave, en un tono que no admitía duda alguna se expresó así:

—Hijo mío, lo que voy a comunicarte no es de fácil comprensión para la limitada y torpe naturaleza humana. Sois los más pequeños de mi reino y entiendo que tu mente se resista...

Jesús prosiguió:

—De acuerdo a la voluntad de mi Padre, ha llegado el momento de restablecer en mí mismo la auténtica identidad del Hijo del Hombre. Mi verdadera memoria, voluntariamente eclipsada durante esta encarnación, ha vuelto a mí… Y con ella, mi “otro espíritu”.

Y durante un largo rato descendió a los detalles, informando del porqué de su presencia en este mundo.

Al parecer —según dijo—, esa era la voluntad de su querido Ab-bā, su Padre Celestial. Él, como Hijo de Dios, debía vivir, conocer y experimentar de cerca la existencia terrenal de sus propias criaturas. Eso era lo establecido. Ese requisito resultaba vital e imprescindible para alcanzar la absoluta y definitiva soberanía como Creador de su universo. Ese, en suma, era el precio para lograr la definitiva entronización como rey de su propia creación.

—Entonces, si no he comprendido mal —terció el ingeniero—, tú eres un Dios... “camuflado”.

El Maestro, descabalgado, rio con ganas.

—¿Un Dios escondido?... Sí, de momento... Y os diré más. Aunque tampoco es fácil de asimilar, de acuerdo con otros de los designios de Ab-bā, otro de los objetivos de esta experiencia humana consiste en “vivir” la fe y la confianza que yo mismo, como Creador, solicito de mis hijos respecto a ese magnífico Padre.

—Tu encarnación en este planeta obedece a eso, a la necesidad de experimentar... —musitó Eliseo.

—Es el plan divino. Solo así puedo llegar a ser íntima y realmente misericordioso.

Y me atreví a profundizar en lo que ya sabía:

—Si no he comprendido mal, tú, Señor, no estás aquí para redimir a nadie...

Sencillamente, negó con la cabeza. Y afirmó:

—El Padre no es un juez. El padre no lleva esa clase de cuentas. ¿Por qué exigir responsabilidades a unas criaturas que no tienen culpa? Cada uno responde de sus propios errores...

Y Jesús, señalándonos entonces con el dedo, remachó:

—Estad, pues, atentos y cumplid vuestra misión: debéis ser fieles mensajeros de cuanto digo. Que el mundo, vuestro mundo, no se confunda.

Mensaje recibido.

—Conocer de cerca a tus criaturas. Vivir y experimentar en la carne. Pero, Maestro, ¿qué puedes aprender de nosotros?, ¿qué hay de bueno en unos seres tan mezquinos, brutales, necios, primitivos...?

El Galileo le interrumpió.

—¡Dios!

—¿Dios?

—Así es. Esa es otra de las razones, la gran razón, por la que he descendido hasta vosotros. Revelar a Ab-bā. Recordar a estas, y a todas las criaturas de mi reino, que el Padre reside, per-so-nal-men-te, en cada espíritu.

Eliseo, en esos momentos, no se percató de la importancia de la revolucionaria afirmación del Galileo. Y se desvió:

—¿Otras criaturas? Pero, ¿cómo otras criaturas? ¿Dónde?

—Acabo de decírtelo: estás en los comienzos de una venturosa carrera hacia el Padre. Algún día lo verás con tus propios ojos. La creación es vida. No reduzcas al Padre a las cortas fronteras de tu percepción.

—¿Estás diciendo que ahí fuera hay vida inteligente?

—Mírame... ¿Me consideras inteligente?

Eliseo, aturdido, balbuceó un “sí”.

—Pues yo, hijo mío, procedo de “ahí fuera”, como tú dices…

Eliseo, descolocado, cayó en un profundo mutismo. Aproveché el silencio de mi compañero y me centré en otra de las insinuaciones del Maestro.

—Tu reino... ¿Dónde está? ¿En qué consiste?

Jesús extendió los brazos. Abrió las palmas de las manos y me miró feliz.

—Aquí mismo...

Después, levantando el rostro hacia la “Vía Láctea” añadió:

—Ahí mismo...

—¿El universo es tu reino?

—No, querido Jasón —matizó con aquella infinita paciencia—, los universos tienen sus propios creadores. El mío es uno de ellos.

Eliseo, de ideas fijas, comentó casi para sí:

—¡Muchos Dioses!... Y tú, ¿eres grande o pequeñito?

El Maestro y yo cruzamos una mirada. Y, sin poder remediarlo, terminamos riendo.

—En los reinos de mi Padre, no hay grandes ni pequeñitos... El amor no distingue. No mide.

—Señor —pregunté—, esas criaturas, las que dices que también forman parte de tu reino, ¿son como nosotros? ¿Necesitan igualmente que les recuerdes quién es el Padre?

—Toda la creación vive para alcanzar y conocer a Ab-bā. Esa es la única, la sublime, la gran meta... Algunos, como vosotros, están aún en el principio del principio. Ellos, no lo dudéis, están pendientes de este pequeño y perdido mundo. Lo que aquí está a punto de suceder los llenará de orgullo y de esperanza.

Extrañas y misteriosas palabras.

—¿Y por qué nosotros? —atacó de nuevo el incansable ingeniero—. ¿Por qué has elegido este remoto planeta?

—Eso obedece a los designios del Padre..., y a los míos, como Creador. En su momento te hablaré de las desdichas de este agitado y confundido mundo. Nada, en la creación, es fruto del azar o de la improvisación.

—Entonces, Señor, tú vas por tu reino, por tu universo, revelando al Padre... ¿Ese es tu trabajo?

—Sí y no... Entrar a formar parte de la vida de mis criaturas, como te dije, es una exigencia para todo Hijo Creador. Antes de esta encarnación, por ejemplo, yo he sido ángel... Y también me he sometido voluntariamente a la naturaleza de otros seres a mi servicio. Otros seres que tú, ahora, ni siquiera imaginas.

—¿Tú has sido un ángel?... Pero, ¿cómo?

—Hijo mío, ¿puedes explicar a los hombres de este tiempo de dónde vienes y cómo lo haces?

Eliseo negó con la cabeza.

—Pues bien, deja que el conocimiento y la revelación lleguen a su debido tiempo. Disfruta de la maravillosa aventura de la ascensión hacia el Padre. Nada quedará oculto..., pero ten fe. Aguarda confiado.

Y Jesús puso el dedo en la llaga.

—Dime: ¿crees en lo que te digo?

Esta vez me uní a la rotunda afirmación de Eliseo.

—Absolutamente, Señor...

—Entonces, dejadme hacer. Mi Padre “sabe”. No lo olvidéis...

En agosto del año 25, durante su estancia en el Hermón, a punto de cumplir 31 años, Jesús de Nazaret, nuestro Creador, recuperó lo que era suyo y fue consciente de su verdadera naturaleza divina. Hasta entonces, vivió como un ser humano normal y corriente. Fueron años turbulentos. “Algo” férreo e invisible lo impulsaba hacia el gran Padre Azul. Él mismo, antes de su encarnación, se impuso esta condición. Solo así le fue posible vivir, sufrir y experimentar la naturaleza humana.

Una vez asumida su genuina naturaleza divina, el Maestro pudo haber abandonado el mundo de su encarnación. Conocía al hombre y, de haber regresado a su lugar, habría recibido la soberanía de le pertenecía, pero, una vez más, se sometió a la voluntad del Padre y siguió con nosotros para hablarnos de Él y encender la luz de la verdad.