Fuente: “Hermón. Caballo de Troya 6” de Juan José Benítez.
En un proyecto secreto, dos pilotos de la USAF (Fuerza Aérea Norteamericana) viajan en el tiempo al año 30 de nuestra era, a la provincia romana de Judea, para seguir los pasos de Jesús de Nazaret y comprobar cómo fueron sus últimos días.
Fascinados por la figura y el pensamiento de Jesús de Nazaret, deciden acompañar al Maestro durante su vida pública. Para ello deben actuar al margen de lo establecido oficialmente en la operación denominada “Caballo de Troya”. Jasón y Eliseo, nombres por los que son conocidos los pilotos, retroceden al mes de agosto del año 25. Buscan a Jesús y lo encuentran en el monte Hermón donde, a punto de cumplir 31 años, ha “recuperado” su divinidad y es un Hombre-Dios, es decir, ha sido consciente y ha asumido su genuina naturaleza divina.

Jesús se encontraba solo en el monte Hermón. Tenía su campamento en un claro de un bosque de cedros al pie de la montaña. Los pilotos permanecieron con Él cuatro semanas. Todos los días, Jesús se marchaba al amanecer hacia los ventisqueros y solía volver sobre las tres o las cuatro de la tarde. Sólo en tres ocasiones Jesús los invitó a que subieran con Él y lo acompañaran. Siempre volvía alegre, renovado, casi transfigurado… y, tras la cena, todas las noches, las ansiadas tertulias…
Al amanecer del domingo 9 de septiembre del año 25, el Galileo advirtió a Jasón y Eliseo, con rostro severo, que tenía que dejarlos por unos días, pues tenía que ocuparse de los asuntos de su Padre. Los pilotos se alarmaron porque ni su tono ni su semblante eran los habituales, parecía muy preocupado, pero les dijo que esperaran tranquilos.
Jesús regresó al campamento hacia las tres de la tarde del día 16 de septiembre. Era un Jesús distinto. Radiante. La habitual y penetrante luz de sus ojos aparecía ahora multiplicada y les comunicó que se había hecho la voluntad de Ab-bā y ahora era el príncipe de este mundo. Esa noche, la última en el Hermón, cálido y eufórico, tras la cena, explicó el porqué de su repentino y dilatado aislamiento en la cumbre del Hermón.
«…Y el Galileo, ansioso por compartir su aventura en la soledad de las nieves, inició así sus aclaraciones:
—Os contaré un cuento…
Hace tiempo, mucho tiempo, el Gran Dios encomendó a uno de sus Hijos la creación de un nuevo universo. Y ese Hijo construyó un magnífico reino, repleto de estrellas y mundos. Era un universo inmenso.
Y aquel Hijo gobernó con amor y sabiduría durante miles y miles de años.
Pero ocurrió algo…
Cierto día, en una apartada región, varios de los príncipes a su servicio, jefes de otros tantos mundos, decidieron rebelarse contra la autoridad del Hijo y soberano. No creyeron en su forma de gobierno e incitaron a otros príncipes próximos a manifestarse contra lo establecido. E intentaron formar su propio reino, rechazando al monarca y, en definitiva, al gran Dios.
El Hijo, echando mano del amor y la misericordia, trató de reestablecer el orden. Fue inútil. Los rebeldes empeñados en el error, despreciaron todo intento de reconciliación.
Finalmente, ese Hijo divino tomó una decisión: viajaría de incógnito hasta los lejanos mundos de los infractores, haciéndose pasar por un modesto carpintero. Escogió unos de los planetas y allí nació como un hombre más. Y así vivió, sujeto a la carne, y enseñando la verdad a las gentes. Les mostró quién era en realidad el gran Dios. Habló del espléndido futuro que les aguardaba y, sobre todo, recordó que eran hijos de ese maravilloso Padre.
Pero la fama de aquel Hombre-Dios terminó llegando a oídos de los príncipes rebeldes. Y sucedió que, en cierta ocasión, cuando el carpintero oraba en lo alto de una montaña nevada, dos de los traidores se presentaron ante él, sometiéndolo a toda clase de preguntas.
—¿Quién eres…? ¿Cómo te atreves a hablar de ese Dios?... ¿Quién te envía?
Por último, convencidos de que se hallaban ante el Hijo y soberano el universo, le hicieron una proposición:
—¡Únete a nosotros!
Y el Hijo replicó:
—Hágase la voluntad del Padre.
Los rebeldes, derrotados, se retiraron. Y todo el universo, pendiente de aquella entrevista, elogió la misericordia del Hijo y soberano.
Desde entonces, el Dios disfrazado de hombre y carpintero ostentaría también el título de Príncipe de la Tierra.
Terminada la historia, el Maestro descendió a los detalles. Esto fue lo que acertamos a intuir:
Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, en una minúscula región de su universo (en la nuestra), tuvo lugar una insurrección, más o menos expuesta en el cuento. Mejor dicho, en el supuesto cuento.
Un viejo conocido de los humanos —Luzbel—, jefe de esa casi insignificante parcela de la galaxia, se alzó contra el orden establecido, protestando por el largo camino exigido para llegar al Paraíso. Al parecer, calificó esa “marcha” de “fraude total”, dudando, incluso, de la existencia de Ab-bā. La rebelión, sin embargo, no alcanzó excesivo éxito. Solo treinta o cuarenta mundos la secundaron. La Tierra fue uno de ellos.
Pues bien, no deseando acudir a métodos más severos —a los que tenía legítimo derecho—, el magnánimo Hijo Creador de este universo optó por encarnarse y “camuflarse” entre las más modestas criaturas. Justamente entre las que habitaban en uno de esos mundos en rebeldía. Y se hizo hombre. Y vivió como tal anunciando a los infelices súbditos de los príncipes rebeldes dónde estaba la verdad y quién era Ab-bā.
Pero la naturaleza divina del humilde carpintero no pasó desapercibida para los jefes planetarios que encabezaban la insurrección y dos de ellos —un alto representante del Luzbel y el propio príncipe del mundo seleccionado por el Hijo divino— acudieron a su presencia. Y lo hizo en aquellos días de septiembre y en aquel lugar. Esta, probablemente, fue la razón del súbito ensombrecimiento del Hijo del Hombre cuando se alejó del mahaneh (campamento). Él sabía lo que le aguardaba en la soledad de los ventisqueros. Sabía que estaba a punto de ofrecer una nueva oportunidad a sus hijos descarriados.
Y se sometió, dócil, a los interrogatorios y proposiciones.
Pero, como decía el “cuento”, sólo se sometió a la voluntad de su Padre.
Por último, estos seres no materiales —creados por el propio Hijo divino en luz y perfección— se retiraron derrotados.
Y el universo de Jesús de Nazaret —según sus palabras— asistió perplejo y conmovido a la “batalla dialéctica”.
En esos momentos —y sigo transmitiendo sus explicaciones—, el Hijo el Hombre, por expresa voluntad de Ab-bā, fue investido como Príncipe de este mundo. Un título especialmente importante, según Él.
A partir de ese suceso —afirmó—, la rebelión quedó “lista para sentencia”. Al rechazar, una vez más, su misericordia, la suerte de todos ellos depende ahora de “otras instancias”. Y así sigue.
Esto, ni más ni menos, fue lo acaecido en el Hermón en aquellos días. Unas jornadas trascendentales en las que, no obstante, no llegamos a percibir nada extraño, salvo la ya referida y grave actitud del Maestro. La explicación era simple: esa “batalla” no se desarrolló a nivel físico. En otras palabras: aunque lo hubiéramos acompañado a los ventisqueros, nada habríamos visto ni tampoco oído… [...]
[...] Según el Maestro, una de las razones de la violencia y primitivismo de la Tierra hay que buscarla, justamente, en las consecuencias de esa desgraciada rebelión. Al traicionar las leyes divinas, nuestro mundo, como el resto de los planetas que se levantó contra Ab-bā, quedó automáticamente incomunicado y sumido en la oscuridad y barbarie. Y, “técnicamente”, así continúa. Solo cuando la “cuarentena” sea levantada, la humanidad —esta infeliz humanidad— recuperará la normalidad.
Naturalmente, le preguntamos: ¿cuándo llegará ese venturoso día? La respuesta fue rotunda:
—Cuando los rebeldes sean juzgados… Pero eso no está en mis manos.
Lo que sí estaba al alcance del Hijo del Hombre era consolar e iluminar a las criaturas que padecen —y padecerán— este aislamiento. Y escogió uno esos mundos en rebelión, sembrando la semilla de la esperanza: Ab-bā existe. Ab-bā espera. Ab-bā os ama…».
Lo ocurrido en el Hermón no fue una tentación propiamente dicha. Fue un acto de amor. Otro más de aquel magnífico Hombre.