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lunes, 30 de junio de 2014

Gestionar el estrés

Cada vez son más alarmantes los niveles de estrés en la población mundial y sus implicaciones en la salud mental. Dentro de poco, los especialistas más solicitados serán los psiquiatras.


Fuente: “Vivir es un asunto urgente” de Mario Alonso Puig.

Muchas veces la palabra estrés se utiliza de manera incorrecta al asociarla, de entrada, con algo negativo e indeseable. Sin embargo, el estrés es una fuerza que se pone en marcha ante cualquier peligro, amenaza física o situación de incertidumbre y si los seres humanos careciéramos de los mecanismos de estrés, no podríamos sobrevivir durante mucho tiempo. Por eso, la clave no es eliminar el estrés, sino gestionarlo adecuadamente. Para poder hacerlo, nos será de gran ayuda conocer la respuesta a preguntas como cuál es la naturaleza del estrés, cuáles son sus causas y consecuencias.

Frente a un desafío, se activa lo que denominamos estrés positivo o eustrés que nos va a ayudar a superarlo. En nuestra sangre se produce una curiosa mezcla de hormonas, entre ellas la adrenalina y la noradrenalina, que mantiene nuestro interés y nuestra sensación de vitalidad y que nos invita a explorar. También hay dopamina que nos da la capacidad de enfocarnos y de evitar distracciones, proporcionándonos a la vez una sensación de placer. Junto a ellas también nos encontramos seratonina, una hormona que afecta mucho a los estados de ánimo y nos aporta una gran sensación de confianza, que nos ayuda a sentirnos tranquilos en medio del desafío con la convicción de superarlo.

Si tras la activación del eustrés pasamos unos noventa minutos “con nuestro motor al máximo rendimiento” y cometemos el error de no parar a recupernos, se pone en marcha la otra forma de estrés, el negativo o distrés. De nuestra sangre desaparece la mayor parte de la adrenalina, de la noradrenalina y sobre todo de la dopamina y de la seratonina, y se llena de cortisol. Por eso nos sentimos agotados, empezamos a irritarnos y a perder concentración y memoria. Emociones negativas como el miedo y la desesperanza sustituyen a la confianza y a la ilusión.

Cuando llevemos más de noventa minutos en eustrés, recordemos que el organismo va a necesitar un período de recuperación. Pararnos a recuperar fuerzas no es un gasto de tiempo, sino una extraordinaria inversión tanto mental como física.

En el distrés se produce una alteración muy importante del riego sanguíneo en el cerebro y algunas de sus partes, fundamentalmente los lóbulos prefrontales, reciben menos sangre. Esto hace que las neuronas de los lóbulos prefrontales reciban menos oxígeno y menos glucosa bajando su metabolismo y empobreciéndose su función. Las consecuencias son serias, ya que se pierde la capacidad de ver las cosas con perspectiva y no se puede razonar con un mínimo de precisión analítica. La creatividad y la toma de decisiones son interferidas. El aprendizaje y la memoria experimentan una parálisis progresiva, de manera que resulta casi imposible almacenar e integrar nuevos datos, nueva información.

En el distrés aparece, además, un fenómeno de lo más curioso que consiste en que la memoria empieza a atraer solo aquellos registros negativos que se encuentran almacenados en ella. Esto hace que comencemos a recordar solo los episodios negativos de nuestro pasado: las personas que nunca nos ayudaron, las que siempre nos criticaron, los fracasos que tuvimos, lo que siempre quisimos y nunca alcanzamos… y la imaginación solo nos muestra mundos oscuros, grises y amenazantes.

Por todo esto, el distrés, si se mantiene en el tiempo, perjudica de forma notable nuestra salud y nuestra vitalidad, pues lleva claramente a un estado de depresión y desesperanza.

Las reacciones de distrés no aparecen solo cuando no nos recuperamos de un período de eustrés mantenido. También se producen cuando hemos aprendido a sentirnos incapaces de hacer frente a los desafíos e incertidumbres. En este caso, es nuestra forma de pensar, esta incapacidad aprendida, la que genera unos cambios físicos y mentales tan profundamente limitantes.

La salida del distrés se encuentra en la utilización de la vía de las emociones positivas. Cuando uno se siente capaz de hacer frente a un desafío, su organismo empieza a producir unas sustancias llamadas neuropéptidos que no solo son potentísimos analgésicos, sino que además tienen la capacidad de anular la reacción de distrés.

Desde un punto de vista práctico hay algunas estrategias para hacer frente con eficiencia a esas situaciones en las que tantas veces nos sentimos confusos y perdidos.

Cuando nos sintamos imposibilitados para resolver algo, tenemos que acostumbrarnos a reflexionar, a pensar que no es que no exista salida de ese túnel, sino que mientras no cambiemos de estado mental, sencillamente, no la veremos… Es importante la forma en la que nos hablamos a nosotros mismos, porque afectará a nuestro cuerpo. Hemos de cambiar la frase “soy limitado” por la de “en este momento estoy experimentando unas limitaciones”. El lenguaje no solo describe la realidad, sino que es capaz de crearla.

Hay otra estrategia que nos puede ser útil. En los momentos en los que nuestra capacidad de razonar se encuentra limitada, la salida del túnel a veces no pasa por pensar, sino por actuar. Demos un paso adelante, aunque sea muy pequeño, hagamos algo, una llamada, tomemos una pequeña decisión, aunque no sea perfecta. El distrés nos paraliza o nos invita a huir. Por eso es tan importante moverse, hacer algo. Un movimiento sencillo lleva un mensaje de gran impacto a nuestro cerebro: ¡Yo puedo!


miércoles, 25 de junio de 2014

Las perlas

Cuando un cuerpo extraño (un parásito, un gusano o cualquier otro organismo perforador) se introduce en el órgano del interior de la ostra denominado manto y no puede ser expulsado, éste reacciona, para protegerse de la agresión, “encapsulando” al invasor y recubriéndolo con una sustancia, mezcla de cristales de carbonato de calcio y una proteína llamada conchiolina, conocida como nácar. Al cabo de un período variable, el cuerpo extraño termina cubierto por capas de nácar formando una perla.

Existe el mito de que esta reacción puede provocarla un grano de arena, pero es totalmente falso pues la conchiolina y el nácar no se adhieren a sustancias inorgánicas.

Una perla, considerada una joya de gran valor, es el producto de un “problema” contrarrestado con un proceso natural. Aquello que nos agrede y nos “irrita”, puede ser envuelto con capas de aprendizaje que no solo neutralizan el problema, sino que nos enriquecen como seres humanos.


Las perlas

Fuente: “Reflexiones para el alma” de José Luis Prieto.

«Qué hermosas son las perlas... aun así, debemos saber que son producto del dolor.

Toda perla es la consecuencia de una ostra que ha sido herida por un grano de arena que ha entrado en su interior. Una ostra que no ha sido herida no puede producir perlas.

En la parte interna de la ostra se encuentra una sustancia llamada “nácar” y cuando un grano de arena penetra en la ostra, ésta lo recubre con capas de nácar para protegerse. Como resultado, se va formando una hermosa y brillante perla.

¿Te has sentido herido por las palabras, o actitudes de alguien?

¿Has sido acusado de decir cosas que nunca has dicho?

¿Han sido tus ideas rechazadas o ridiculizadas?

¿Te han culpado de haber hecho algo que jamás hiciste?

¿Tu actitud frente a ciertas situaciones, se malinterpreta?

¿Has sufrido alguna vez los golpes de la indiferencia?

¿Te han herido precisamente aquellas personas que menos esperabas?

¿No te valoran como realmente lo mereces?

Entonces, perdona y haz de tu herida una perla. Cubre tus heridas con varias capas de amor, recuerda que cuanto más cubierta esté tu herida, menos dolor sentirás.

Por el contrario, si no la cubres de amor, esa herida permanecerá abierta, te dolerá más y más cada día, se infectará con el resentimiento y la amargura y peor aún, nunca cicatrizará.

En nuestra sociedad, podemos ver muchas “ostras vacías” no porque no hayan sido heridas, sino porque no supieron perdonar, comprender y transformar el dolor en una perla».

Una perla es... una herida sanada por el amor.


viernes, 20 de junio de 2014

La responsabilidad

Fuente: “La Buena Vida” de Álex Rovira.

La vida, consciente o inconscientemente, es una elección permanente y se crea a través de las respuestas que le damos al conjunto de circunstancias que nos toca vivir. La consciencia para elegir y la habilidad en dar las respuestas que la vida nos solicita en cada momento, es la responsa-habilidad.

Las personas que carecen de responsabilidad, siempre tienden a señalar a otros como responsables de aquello malo o negativo que les sucede. Una persona responsable, cuando algo no va bien, se pregunta en qué medida está contribuyendo a ello ya sea de manera activa o pasiva.

La responsabilidad tiene un enorme poder de transformación de la existencia porque nos ofrece un gran don: el de no resignarnos, el de no caer en el victimismo y pensar que nada podemos hacer.

Las personas que son responsables de sus acciones, especialmente ante la adversidad, con paciencia y perseverancia, consiguen cambiar sus circunstancias vitales hacían donde ellos desean. No viven el error como un fracaso sino como una fuente de aprendizaje y una oportunidad de cambio y mejora.

Viktor Frankl (1905- 1997), neurólogo y psiquiatra austriaco, que sobrevivió desde 1942 hasta 1945 en varios campos de concentración nazis, en su libro “El hombre en busca de sentido” nos plantea un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida: tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar que es la vida la que espera algo de nosotros. Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.

¿Qué podemos hacer para cambiar el mundo? Ser responsables. Simplemente.


domingo, 15 de junio de 2014

El cocodrilo vegetariano

Cuento para niños y no tan niños

Fuente: “Susana Ojos Negros” de Marjaleena Lembcke.

Había una vez un pequeño cocodrilo que quería hacerse vegetariano, pues no quería comerse a otros animales.

“No puedo mirar a los ojos a los animales mientras me los como. Las plantas no tienen ojos. Así que solo comeré verduras”, dijo el cocodrilo a su padre.

“¡Pues que te aproveche!”, le dijo su padre, y dio un bostezo que le crujieron las mandíbulas.

“Ya no quiero seguir comiendo carne”, dijo el pequeño cocodrilo a su madre. “Pero, hijo, ¿y cómo vas a saciar el hambre?”, le preguntó preocupada.

El pequeño cocodrilo salió del río. Devoró tallos de junco, cortó con sus dientes cortezas de baobabs, masticó plátanos caídos al suelo y, de postre, chupó diez flores de orquídea. Pero el hambre no se iba.

El estómago le ronroneaba y le gruñía como si no hubiese probado bocado desde hacía días.

El cocodrilo volvió a meterse en el agua y se tendió de espaldas. La barriga le salía sobre la superficie del agua como una pequeña isla.

Un ave del paraíso se le posó en la barriga y se puso a piar alegre. Al moverse el pequeño cocodrilo, el ave se asustó y, chillando, levantó el vuelo.

El cocodrilo se dio la vuelta. Tenía un hambre terrible. Justo delante de él nadaba un pez apetitoso. Y antes de que pudiera pensar lo que iba a hacer, el cocodrilo abrió la boca y se tragó el pez. Al momento, el estómago dejó de gruñirle y ronronearle. Pero del ojo le cayó una enorme lágrima de cocodrilo.

Y es que le habría gustado tanto ser vegetariano…


martes, 10 de junio de 2014

Sufrir inútilmente

En momentos en que la vida parece ponernos a prueba, son un ejemplo a seguir aquellas personas con vivencias terribles que, a pesar de todo, consiguen mantener un espíritu animoso y seguir luchando con una fuerza constante y, a veces, arrolladora.


Fuente: “La inutilidad del sufrimiento” de Mª Jesús Álava Reyes.

Nuestra cultura, nuestra educación y, por qué no decirlo, también las distintas religiones, parecen haberse empeñado en ofrecernos una visión negativa de la vida que nos ha condicionado a pasarnos la vida sufriendo inútilmente.

Si hiciéramos un análisis riguroso, concluiríamos que más del 95 por 100 de las veces sufrimos inútilmente. Este porcentaje tan alto puede extrañar a mucha gente, pero hemos desarrollado una facilidad enorme para provocarnos sufrimientos injustificados.

¿Nos ayuda el que suframos antes, durante y después de un examen? ¿Resulta útil que nos disparemos antes de una entrevista de trabajo? ¿Nos facilita la resolución de un problema el que le demos vueltas, de forma reiterada, una y mil veces, intentando “cazar” cualquier peligro o posible amenaza? ¿Nos proporciona energía el llanto, la tristeza, el abatimiento…? Entonces, ¿para qué sufrir inútilmente?

El sufrimiento hace que el Sistema Nervioso Autónomo active las “funciones de huida”: aceleración del ritmo cardiaco, opresión en el pecho, “embotamiento” generalizado, disminución de las funciones intelectuales…; en definitiva, pérdida del control voluntario de las conductas y emociones.

Las consecuencias son fáciles de imaginar: nos sentimos cansados, aunque no nos hayamos movido de una silla; embotados, aunque no hayamos desarrollado funciones importantes a nivel intelectual; apáticos, aunque nada justifique es malestar; decaídos y tristes, aunque estemos rodeados de personas que nos quieran y se sientan cercanos a nosotros…

Uno de los signos de equilibrio que deberíamos tener las personas supuestamente maduras es haber aprendido a no sufrir de forma tan absurda como peligrosa.

Los desengaños, los desencantos, las desilusiones, las frustraciones… no justifican nuestro sufrimiento, porque lo único que conseguimos, si optamos por este camino, es hundirnos cada vez más en esas vivencias tan negativas.

Esta actitud hace que en lugar de aprender y salir rápidamente hacia la superficie nos machaquemos de forma absurda y nos enfanguemos en terrenos pantanosos; al final, nos sentiremos agotados en medio de una lucha sin tregua.

Solo hay un sufrimiento positivo: El que te hace reaccionar pronto y facilita que, sin hundirte, aprendas de la situación vivida, e incorpores un nuevo recurso al repertorio de tus conductas.


jueves, 5 de junio de 2014

Lucifer

Fuente: “La otra orilla” de Juan José Benítez.

La imagen de Lucifer corresponde a un fragmento de la escultura de Guillaume Geefs.
(Catedral de San Pablo en Lieja, Bélgica).

Movido por la curiosidad, me puse en camino. E intenté encontrar a Lucifer.

Al llegar al desierto descubrí a un ermitaño, consumido por el hambre y la sed.

“¿Conoces tú a Lucifer?”.

Y el eremita, espantado, exclamó:

“El Maligno tiene forma de fuente. Sus aguas son deseables, pero guárdate, peregrino: solo son un venenoso espejismo”.

Me adentré después en el templo de las vírgenes sagradas.

“¿Conocéis vosotras a Lucifer?”.

Y las sacerdotisas, espantadas, exclamaron:

“El Maligno tiene forma de macho cabrío y trata de poseernos cada noche”.

Al interrogar a los doctores de la Iglesia, espantados, se santiguaron, exclamando:

“El Maligno es una hidra de siete cabezas que devora cuantos se alejan de nuestra santísima protección”.

Pregunté también entre los negros y éstos, espantados, exclamaron:

“El Maligno, sin duda, es el hombre blanco…”.

Encontré más adelante a un sabio.

“¿Conoces tú a Lucifer?”.

“El Maligno”, exclamó con espanto el anciano, “es un monstruo de doble lengua: lleva consigo la contradicción”.

Y al atardecer, a punto de abandonar tal inútil empresa, me salió al paso un joven de gran belleza.

“¿Conoces tú a Lucifer?”, le interrogué con desaliento.

“Sí. Soy yo”.

Desconcertado, no supe qué responder. Y Lucifer, comprendiendo mi confusión repuso:

“¿De qué te asombras?... Solo consultaste a mis enemigos”.