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domingo, 17 de junio de 2012

La buena educación

Ángeles Caso

En esta entrada recojo el artículo de Ángeles Caso titulado “La buena educación” publicado en la sección Magazine de La Vanguardia.com del día 2 de febrero de 2012.

Ángeles Caso, escritora, periodista y traductora española, nació en Gijón en 1959.

Ha trabajado en instituciones culturales como la Fundación Príncipe de Asturias o el Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII de la Universidad de Oviedo, en Televisión Española, Cadena Ser, Radio Nacional de España y diversos periódicos y revistas.

En 1994 decide centrarse en su carrera literaria, que había iniciado en 1988 con “Asturias desde la noche”, tras ser finalista del Premio Planeta con “El peso de las sombras”, aunque sigue colaborando con distintos medios de comunicación de manera puntual.

“Un largo silencio” supuso su siguiente gran éxito al conseguir el Premio Fernando Lara de novela en el 2000. En 2009 alcanzó el Premio Planeta de Novela por su obra “Contra el viento”.

La buena educación

«Cada vez me encuentro a más gente preocupada porque en nuestro país va desapareciendo la buena educación. Afirman que nadie saluda ya a los demás cuando entra en el ascensor, y que todo el mundo habla a voces, desgañitándose, insultándose, soltando tacos cada dos por tres. Supongo que algo de eso hay: basta con poner un rato la tele para darse cuenta de que los chillidos y las descalificaciones empiezan a ser considerados una pauta normal de comportamiento. Y no me refiero sólo a los horrendos realities de éxito. Incluso la imagen que nos llega de los mítines en las campañas electorales, de los debates en el Congreso o de las tertulias políticas entre analistas de distinto signo pasa demasiado a menudo por lo mismo: lenguaje soez y gritos y palabras gruesas para acallar al rival (vulgaridad en las formas que esconde, y eso es lo peor, una absoluta vulgaridad en las ideas. O en la ausencia de ellas).

Sí, supongo que prolifera en exceso el modelo social grosero. Pero no sé si en el pasado las cosas eran a ese respecto mejores. Imagino que la mayor parte de esas personas a las que llamaré, para entendernos, “maleducadas”, proceden de familias con comportamientos semejantes. Quizá la diferencia es que antes no las veíamos públicamente. Formaban parte de la multitud silenciosa. No aparecían en los medios de comunicación o en las creaciones culturales, salvo para ser objeto de burla. Y si se mostraban discretos en vez de deslenguados, a menudo era más por sumisión que por educación: sumisión al señorito, al cura, al amo o a la policía, ante quienes debían por fuerza fingir “buenos modales”. Lo único diferente respecto al pasado es que ahora pueden exhibirse tal y como son, y que muchos les aplauden por ello.

Que quede claro, sin embargo, que pertenecer a una familia humilde no es para mí sinónimo de zafiedad. Y que se puede afirmar lo mismo al revés: por mucho apellido de relumbrón que uno lleve a sus espaldas, por mucho colegio de pago que haya pisado, la delicadeza en las maneras no está garantizada. De hecho, la gente más grosera que conozco forma parte de ese grupo social de la élite al que se le suponen las mejores formas. Son esos que saben manejar perfectamente todos los cubiertos, los que conocen de memoria todas las normas de cortesía y se portan como auténticos caballeros o damas entre sus iguales, pero muestran un desdén absoluto hacia quienes consideran inferiores. El comprador de tienda de lujo que no da los buenos días al dependiente, la rica empresaria que se permite tratar de tú a un camarero obligado a tratarla a ella de usted o el tipo aquel de tan buena familia al que vi con mis propios ojos quedarse dormido como un tronco en un velatorio que le resultaba ajeno.

Y es que la buena educación de verdad es algo mucho más profundo –y a la vez mucho más sencillo– que saber echar el vino sin levantar la copa o servirse de la pala del pescado. La buena educación no exige nada más que respeto hacia los demás. Un poco de afabilidad y consideración para tratar al prójimo de la misma manera que queremos que nos traten a nosotros. Una pizca de empatía para hacer que la vida sea más agradable. Y eso no es patrimonio ni de antiguos ni de modernos, ni de ricos ni de pobres. Tan sólo de quien desea ponerlo en práctica».


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