Vivía en una ermita en la inmensidad del Sistema de los Himalayas. Siempre había tenido un carácter hosco. Era ermitaño desde hacía muchos años, pero no había cambiado.
Cierto día, un hombre que viajaba por la región se topó con él y, respetuosamente, le dijo:
–Hombre de Dios, te muestro mis respetos. ¿Te encuentras bien?
El ermitaño le miró adustamente y rezongó:
–¡Cómo voy a estar bien, necio? ¿Puede estar bien un hombre que es un prisionero?
–¿Cómo puedes decir que eres un prisionero si puedes moverte a tu antojo por esta inmensidad? –preguntó perplejo el visitante.
–Todo este universo se me antoja excesivamente pequeño y me siento preso en él.
El viajero no podía salir de su asombro. Estaba realmente estupefacto. El ermitaño agregó desabridamente:
–¡No pongas esa cara de bobo! ¡Qué pequeño debe de ser el mundo para que nos hayamos encontrado y tener que aguantar tu presencia!
Y el viajero replicó:
–¡Y qué pequeño debe de ser tu corazón para que seas tan poco amable!
Cuando una persona está en guerra consigo misma o llena de resentimiento, tiende a manifestarse con acritud. Cuando una persona está en paz, tiende a expresarse con afectividad. En cuando escucho hablar a alguien, sé si en su corazón reina del sosiego o el desasosiego.
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