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miércoles, 29 de enero de 2025

La prueba


Fuente: Paulo Coelho: “Historias y reflexiones”.

John Blanchard se levantó del banco, recompuso su uniforme y, observando a la multitud que se abría paso por la Grand Central Station, buscó a la muchacha cuyo corazón amaba, pero cuya cara desconocía. Su interés por ella había comenzado trece meses antes en una biblioteca de Florida. Al sacar un libro de la estantería, se sintió intrigado por las notas que, escritas a lápiz en el margen con una suave caligrafía, reflejaban un alma reflexiva y una mente perspicaz.

En la portada del libro, descubrió el nombre de la última persona que había utilizado el servicio de préstamo: la señorita Holly Maynell. Con tiempo y esfuerzo localizó su dirección. Ella vivía en la ciudad de Nueva York. Le escribió una carta presentándose e invitándola a escribirse.

Al día siguiente, tuvo que embarcar hacia Europa para prestar sus servicios en la Segunda Guerra Mundial. Durante un año y un mes, se fueron conociendo a través de su correspondencia. Cada carta era una semilla que caía en un corazón fértil y empezó a florecer un romance. Blanchard le pidió una fotografía, pero ella se negó. Pensó que si a él realmente le interesaba, no debía importarle su apariencia.

Cuando Blanchard regresó de Europa, programaron su primer encuentro en la Grand Central Station de Nueva York a las siete de la tarde.

“Me reconocerás”, escribió ella, “por la rosa roja que llevaré en la solapa”. “Llevaré el libro en mis manos”, respondió él. A la hora convenida, John estaba en la estación buscando a una muchacha cuyo rostro nunca había visto. Dejaré que él mismo cuente lo que pasó:

«Una joven de figura esbelta se acercaba a mí. Su cabello rubio caía en rizos sobre sus delicadas orejas, sus ojos eran azules, sus labios y su barbilla tenían una firmeza suave y su traje verde pálido hacía que la primavera cobrara vida. Me dirigí hacia ella, olvidándome de que debía llevar una rosa roja en la solapa. Mientras me acercaba, una pequeña sonrisa provocativa curvó sus labios.

—¿Vas por mi camino, marinero? —murmuró.

Casi sin poder controlarme, di un paso hacia ella y fue entonces cuando vi, parada detrás de la chica, a Holly Maynell. Era una mujer de más de cuarenta años, con el pelo canoso recogido bajo un sombrero gastado. Estaba bastante gordita, sus tobillos eran gruesos y calzaba zapatos de tacón bajo. La chica del traje verde se alejaba rápidamente. Sentí un intenso deseo de seguirla, pero deseaba conocer a la mujer cuyo espíritu había sostenido el mío y tanto me había acompañado.

Y allí estaba ella. Su rostro, pálido y regordete, era amable y sus ojos grises tenían un brillo cálido. No lo dudé. Mis manos agarraron el ejemplar del libro que debía identificarme ante ella. No sería amor, pero sería, tal vez, una amistad y le estaría siempre agradecido. Aunque me costaba disimular mi decepción, me cuadré, saludé y le tendí el libro.

—Soy el teniente John Blanchard y usted debe ser la señorita Maynell. Estoy muy contento de haber podido conocerla. ¿Puedo invitarla a cenar?

El rostro de la mujer se ensanchó con una sonrisa tolerante.

—No sé de qué se trata, hijo —respondió—, pero la joven del traje verde que acaba de pasar me rogó que llevara esta rosa en mi abrigo y dijo que, si me invitaba a cenar, debería decirle que lo estaba esperando en el gran restaurante de enfrente. ¡Dijo que era una especie de prueba!».


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