Un granjero tenía un hermoso caballo, pero el animal enfermó y yacía en el suelo con el cuerpo muy debilitado. El propietario, desesperado, llamó al veterinario que después de examinarlo dijo:
—Su caballo tiene una infección vírica. Ha de tomar este medicamento durante tres días consecutivos. Si no mejora, tendremos que sacrificarlo. El veterinario le dio el medicamento al caballo y se marchó.
El cerdo, que había escuchado la conversación, estremecido, no podía dejar que su amigo muriera. Se acercó al caballo y le dijo con ternura:
—¡Ánimo, amigo! ¡No te rindas! Intenta levantarte porque si no mejoras, vas a ser sacrificado. Sé que puedes hacerlo. El cerdo se quedó al lado del caballo animándolo y dándole compañía.
Al segundo día, le dieron otra dosis de la medicina. El caballo seguía débil y respiraba con dificultad. Cuando se fueron el granjero y el veterinario, el cerdo, angustiado, se acercó al caballo y le dijo:
—¡Vamos, mi gran amigo! ¡Levántate! ¡Yo te ayudo!
El campesino observaba desde lejos, sorprendido, el comportamiento del cerdo.
Al tercer día le dieron la última dosis. Al ver que no había mejorado, el veterinario dijo:
—Probablemente, tendremos que sacrificarlo mañana porque los demás caballos podrían contagiarse.
Cuando ambos se fueron, el cerdo volvió a acercarse al caballo, y le dijo:
—¡Venga, amigo! Es ahora o nunca... ¡Ánimo! Yo te ayudo... ¡Vamos!... ¡A la de tres!... Una, dos, tres… Así, así…Ya casi... Ahora intenta caminar… Despacio... Un poco más rápido... ¡Fantástico! ¡Corre! ¡Lo has logrado, campeón!
El caballo había superado la enfermedad con la ayuda del cerdo.
Cuando al cuarto día llegó el dueño del caballo y lo vio corriendo dijo:
—¡Milagro! ¡El caballo se ha curado! ¡Hay que hacer una fiesta! ¡Vamos a matar al cerdo para celebrarlo!
Muchas veces, quienes más ayudan y se sacrifican por los demás son los más olvidados y los que sufren las mayores injusticias.
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