Cuentan que había una parroquia en la que era habitual que los domingos, después de misa, todos los fieles se sentaran a una mesa y compartieran frutas y algunos zumos naturales. Charlaban sobre las cosas de Dios y las cosas cotidianas, y así pasaban juntos un largo rato.
Un día llegaron a la parroquia dos hombres muy poderosos que asistieron a misa. Después de la eucaristía, se reunieron con los demás alrededor de la mesa. Cuando se hubieron ido todos los fieles, se acercaron al párroco para comentar lo que habían visto.
Le dijeron que todo les pareció muy lindo, especialmente el ágape que celebraban después de la misa.
—Lástima —dijo uno de ellos después de los piropos— que, entre tu gente, como en todos lados, haya también algunas ovejas descarriadas…
—¿Por qué decís eso? —les preguntó el párroco.
—Lo hemos notado cuando todos salían hacia el encuentro después de la misa —explicó el otro—. Vimos con alegría que algunos de tus parroquianos son, efectivamente, personas muy solidarias. Sin que nadie se lo pida, salen de la iglesia llevando dos sillas, evidentemente una es para sentarse ellos mismos y la otra para ofrecérsela a alguien. Pero también vimos a los otros: los “cómodos”; esos pasotas y aprovechados, que salen sin llevar ninguna silla y se sientan en alguna que encuentren libre sin hacer ningún esfuerzo.
—Pero esos no son peores —intervino su compañero—, porque pienso que algunos de esos no son cómodos sino ignorantes; a mí los que más me inquietan son los egoístas, los miserables, los que saben que necesitan sillas, pero solo llevan una para ellos.
—Te lo decimos —concluyó el otro— porque sabemos que te llenas la boca alardeando de que tu gente es maravillosa. Debes saber que tienes de todo… como es lógico.
El párroco, que había escuchado atentamente la explicación, respondió:
—La verdad es que de lo único que hago alarde es de conocer bien a mi gente, aunque soy consciente de que solo puedo verlos desde mis propios ojos, que quizá no sean los que están debajo de mis cejas. Es cierto que hay gente solidaria que lleva una silla para sí y otra para alguien más, pero a esos que salen sin ninguna silla, y a los que tú llamas “cómodos”, “pasotas” o “aprovechados”, los conozco muy bien. Son aquellos que confían tanto en sus hermanos de comunidad, que saben que no necesitan llevar una silla porque siempre habrá una para ellos.
El párroco hizo una pausa, miró a los dos hombres y se dirigió al segundo.
—A los otros, esos que tú llamas “egoístas”, también los conozco. A mis ojos, ellos son los mejores; son los que han aprendido a combinar la vocación de servir, con la mayor de las confianzas. Ellos llevan una única silla para ofrecérsela a alguien que la pueda necesitar; no llevan la propia porque también saben, de sobra, que alguien llevará la de ellos. Está claro que los ojos con los que yo los veo, no son los mismos con los que miráis vosotros.
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