Como sabes, la mariposa no nace tal y como la vemos en su momento de esplendor, con esas alas brillantes y coloridas. Nace en forma de oruga a partir de un minúsculo huevo adherido a una hoja.
Durante las primeras semanas de su vida, se dedicará a devorar toda hoja que se encuentre y, a medida que crece, mudará varias de veces de piel porque no puede caber en su propio “traje”.
En un momento dado -la naturaleza sabe bien cuando-, la oruga, obedeciendo lo que el instinto le dicta, se cuelga de una rama y se queda ahí, paralizada. Quizá por su cabeza pasan pensamientos del tipo: “Me siento rara. Creo que estoy enferma. Me debo de estar muriendo. Esto es el fin de todo…” Sin embargo, se encuentra muy lejos del final; más bien está a punto de experimentar un proceso asombroso, que cambiará su vida para siempre.
Durante la metamorfosis se crea un capullo que cubre todo el cuerpo de la oruga y en su interior comienza una actividad biológica frenética. Por fin, transcurrido el tiempo necesario, recupera la consciencia y con gran esfuerzo trata de liberarse de aquello que la tiene apresada. Cuando por fin sale al exterior, después de que la naturaleza haya hecho su trabajo, descubre que no está muerta, que todo lo que antes conocía sobre sí misma ha cambiado: ya no tiene esas patas cortas y torpes con las que se deslizaba por las plantas, y en su espalda descubre algo que no había visto nunca antes. Su instinto le dicta lo que tiene que hacer y al cabo de unos instantes la recién nacida mariposa está batiendo sus hermosas alas con energía, volando lejos del suelo, a una distancia alejadísima de su antiguo hogar.
Antes ni podía imaginar que existiera lo que ahora está admirando a su alrededor.
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