Cuando una persona ha reducido ostensiblemente su capacidad de sentir y expresar emociones, por miedo al qué dirán, a sufrir o a excederse (reprimiéndolas, negándolas, ignorándolas o tratando de enfriarlas), decimos que tal persona sufre de alexitimia.
La alexitimia es un trastorno psicológico y/o neurológico que implica, entre otras cosas, analfabetismo emocional, es decir: la incapacidad de leer, procesar y manifestar las emociones.
En la sociedad aparentemente libre en que nos movemos, existe un número considerable de prescripciones sobre la manera en que expresamos nuestras emociones, aunque éstas sean inofensivas.
Es verdad que algunas emociones son negativas y potencialmente peligrosas (ira, envidia, venganza…) y que, para mantener una convivencia pacífica y respetuosa, son necesarias ciertas restricciones y aprender a gestionarlas. Sin embargo, hemos metido todas las emociones en el mismo saco y la educación afectiva ha exagerado, sin duda, la importancia de controlar y restringir lo que sentimos fomentando el “retardo emocional” en vez de la “inteligencia emocional”.
Existe la idea, quizás se lo debamos a Aristóteles, de que detrás de la “moderación emocional” existe una persona virtuosa. No siempre es así y, en ocasiones, encontramos individuos encapsulados, tristemente inhibidos e incapaces de leer las emociones propias y ajenas.
Anular, coartar o disimular indiscriminadamente las emociones, para sentir “apropiadamente”, para ser modelos de cordura, hará que nuestro sistema biológico y psicológico se desorganice. Las emociones no procesadas correctamente quedan almacenadas en una memoria afectiva y van minando el sistema inmunológico, generan insomnio, contracturas musculares y desorden conductual, entre otras muchas alteraciones. Rechazarlas o excluirlas no nos hacen mejor, sino incompletos.
No estamos diciendo que debamos andar por la vida como locos expresándolo todo y diciendo cualquier cosa que sintamos, pero mantener bajo censura los sentimientos y hacer de la “prudencia emocional” una especie de religión, hará que perdamos contacto con una parte importante de nosotros mismos. Seremos muy sensatos, juiciosos, maduros, reflexivos, sesudos, ponderados, frugales, contenidos y, además, terriblemente aburridos y amargados.
Mantenernos alejados de los sentimientos es caer en el adormecimiento fisiológico, perder vivacidad y la intensidad de los sentidos. Las emociones saludables nos mantienen vivos y activos. Intentar eliminarlas por decreto o por algún anhelo desmesurado de alcanzar un “perfecto dominio de sí mismo” haría de nosotros lo más parecido a un zombi, eso sí, altamente pulido y distinguido.
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