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jueves, 30 de julio de 2020

Comunicación

A mi hermano, que tuvo el honor de ser un “sawai” (*).

Este es uno de los cuentos más bonitos que he leído en mi vida y también el más triste. Nos habla de la incomunicación entre los seres humanos. Nos han enseñado que hay emociones que debemos reprimir y somos incapaces, en muchas ocasiones, de llegar a los demás y, lo que es peor, de llegar a las personas que amamos y poco a poco, los sentimientos reprimidos se transforman en resentimientos.

Fuente: “Sawai. 21 cuentos sobre lo que verdaderamente cuenta” de Sagar Prakash Khatnani.

«Aquel día los médicos le dijeron a Pritama que iba a morir pronto. Madre e hija regresaron a su casa en silencio y desde entonces se estableció entre ellas una extraña distancia. Su hija, Niru, parecía molesta por tener que ocuparse de sus cuidados. Pritama se sentía como un fardo sobre los hombros de la muchacha, ahora que no podía trabajar y tenía que depender de ella.

El deseo de su hija de evitar estas pesadas obligaciones era tan intenso que, cierto día, regresó muy satisfecha y anunció que la habían ascendido de puesto en el despacho. Le explicó que en adelante tendría que pasar más tiempo fuera, pues era una oportunidad muy importante que le serviría para incrementar su jornal. Pritama se sintió abatida ante la lúgubre perspectiva de vivir sus últimos meses en soledad, sabiendo que ya jamás podría compartir tiempo con su hija. Sin embargo, no quería retenerla con los grilletes de la culpabilidad sino con los lazos del amor, y celebró su alegría con una sonrisa amarga.

Pritama también comenzó a advertir que, cuando su hija llegaba a casa, apenas le dirigía la palabra: ciertamente cocinaba para ella y le dejaba la comida sobre el velador, pero inmediatamente se entregaba a las labores de la limpieza, reordenando los muebles una y otra vez, abrillantando las cacerolas o desempolvando viejas mantas, como si deseara evitarla. Pritama veía lo bien que se arreglaba su hija sin ella y, entonces, pensaba entristecida que nunca había sido necesaria en aquella casa.

Lo cierto es que aquel era un mundo oscuro y viejo, donde no había futuro para las mujeres. El día que Pritama quedó viuda, los vecinos la repudiaron, dijeron que estaba maldita. Sola y analfabeta como era, no había sido fácil criar a su hija. Había tenido que trabajar como una dhobi (lavandera) toda su vida, ahorrar para que su pequeña pudiera estudiar y no terminara limpiando ropa como su madre. Sin embargo, a Niru ya no parecían importarle aquellos sacrificios. Olvidamos todo cuanto nos ha sido dado con la misma facilidad con que recordamos el bien que hemos hecho.

Cuando Pritama terminaba de comer, la muchacha solía limpiarle las manos con agua caliente, cabizbaja, evitando mirarla a los ojos, como si la rehuyese. En aquel momento, si Pritama le decía o le preguntaba algo, Niru ni siquiera le respondía, más bien asentía con un gruñido ronco.

Pritama se arrepentía entonces de todos los errores que había cometido como madre, buscando razones que justificaran aquel distanciamiento. Otras veces la invadía la rabia y la decepción. Ahora que ya no era útil en la casa y era un lastre sobre la juventud de la muchacha, esta ya no la quería. Niru parecía estar esperando a que ella muriese, lamentaba, y las lágrimas se escabullían por la comisura de sus ojos.

De este modo, poco a poco, sus sentimientos reprimidos se transformaban en resentimientos.

Cada mañana, antes de marcharse a trabajar, Niru dejaba algunos billetes sobre la mesa para que su madre pudiera comprarse los calmantes. Por aquellos días Pritama aún podía caminar, pero en lugar de adquirir los preparados, que solo servían para mitigar el dolor, la pobre mujer comenzó a desesperarse entre aquellas cuatro paredes, reflexionando: “No es justo, yo moriré en poco tiempo y no tendré más problemas, pero mi hija tendrá que enfrentar el mundo sola e indefensa. Aunque ahora tiene un buen trabajo, ¿quién cuidará de mi Niru cuando sea vieja? Necesita reservar para el futuro, su necesidad es mayor que la mía”. Entonces prefería coger los billetes, junto con alguno de sus ahorros, e introducirlos sigilosamente en el arca que su hija escondía bajo su colchón y devolverle el dinero sin que ella se diese cuenta.

Tan piadoso y desinteresado es el corazón de una madre, y sin embargo, lejos de amarla, su hija ni siquiera deseaba hablar con ella. La muchacha nunca compartía tiempo en casa, la dejaba sola hasta bien entrada la noche, en ocasiones hasta doce horas diarias, para volver alegre de la gran ciudad, de visitar a sus amistades y cenar con sus compañeros. Cuando le preparaba la comida, Pritama había perdido el apetito. Era un hambre voraz la que sentía, pero mayor que la de su estómago era la necesidad del alma. Comía algunos bocados para no ofender a la muchacha, agradeciendo las migajas de amor que le ofrecía con una triste mirada. No decía nada, porque los sentimientos no se pueden exigir, deben surgir naturalmente.

La tristeza de esos pensamientos, unida al deterioro natural de la enfermedad, hizo que Pritama se debilitara aún más.

La hija, que antes durmiera en la misma habitación –una estancia pequeña y humilde que hacía las veces de salón y dormitorio–, trasladó su camastro al patio y comenzó a dormir alejada de su madre. Pritama pensó con desaliento: “Ahora ni siquiera le apetece descansar a mi lado. Debe de ser porque toso por las noches, la molesto y no puede dormir”. Entonces intentaba contener la respiración, mientras las lágrimas le saltaban de los ojos y su rostro enrojecía hasta que le palpitaban las sienes, pero era en vano: la tos salía disparada de su garganta.

No solo eso, las pocas veces que su hija se sentaba a conversar con ella, chismorreaba todo el tiempo. Niru hablaba descarada de sus pretendientes o le relataba incidentes vulgares que tenían lugar en el pueblo, intimidades de los vecinos. Pritama la miraba sin dar crédito. “¿Cómo puede estar tan feliz? Parece que se divierte, ¿acaso no le duele que su madre vaya a morir? ¿No le importa mi sufrimiento?”, se preguntaba tristemente, mientras asentía con la cabeza a las palabras de su hija. Hablaban de lo que hacían, nunca de lo que pensaban, y eso las distanciaba más y más.

Los últimos días Pritama comenzó a preocuparse por su hija: nunca le había revelado dónde ocultó los papeles de la propiedad tras la muerte de su padre. Lo cierto es que en una tierra donde no imperaba la ley sino la superstición, era difícil sobrevivir siendo dos mujeres solas. Cualquier día podía entrar algún hombre de una casta superior o algún bandido, y adueñarse de todo impunemente. Ella, por temor, había enterrado los papeles de las escrituras bajo una baldosa en la cocina. Aquella tarde, aunque ya muy débil y jadeando, llamó a su hija con un ademán. Niru se acercó distraída, recogiéndose el pelo a causa del calor.

–¿Qué quiere, madre? –le preguntó, incómoda. Pritama abrió la boca, como si se ahogara en el agua.

–Tengo que confesarte algo… –murmuró.

La hija asintió, cerrando los párpados por unos instantes.

–Hija, he enterrado los…

–Lo sé, madre –la interrumpió Niru. Se levantó impaciente, abanicándose la nuca con la mano–. Pero eso no tiene ninguna importancia ahora. A mí no me importa. Cuando usted no esté, yo ya no miraré atrás.

Pritama comprendió que, tras su muerte, Niru se iría a vivir a la gran ciudad. La madre permaneció muda mientras la muchacha se alejaba a cocinar. ¿Cómo decirle lo que pensaba de su actitud? Exigir un sentimiento es como reclamar un regalo: si uno ha de pedirlo pierde su sentido. La sorpresa es parte del obsequio. Se preguntó una vez más qué mal había hecho y le rogó a Dios que la llevara pronto para que su hija pudiera liberarse de su pesada carga, que parecía retenerla en aquella casa por su culpa. “Los padres han de ser el arco que impulsa a sus hijos y no las piedras que obstruyen su camino”, pensaba afligida.

La nostalgia pudo más que la enfermedad y Pritama murió antes de lo que predijo el vedic (doctor). Murió en soledad, consolándose con la idea de que al menos su hija no la extrañaría, ya que Niru no quería saber nada de ella.

“Te quiero a pesar de ti”, fue su último pensamiento.

Lo que Pritama no comprendía es que no basta con sentir, también hay que saberlo decir.

Aquel día, en la incineración de su madre, Niru lloró amargamente, sollozando con fuerza y encogida ante la pira funeraria. En lo más hondo de su ser estaba satisfecha y orgullosa de sí misma, pues había cumplido con su deber y tenía la certeza de que en el lecho de muerte, su madre apreciaba sus cuidados y la valoraba por ello. Sonreía pensando: “Aunque ya no está a mi lado, siempre me quedará el consuelo de que hice todo cuanto la hacía feliz. Sé que murió en paz”.

Lo cierto es que aquellos meses habían sido muy duros para Niru. Había tenido que abandonar el trabajo en la gran ciudad, porque era un oficio menor y no quería malgastar parte del dinero en el transporte o en comer en la cantina, ahora que su madre dependía de ella. Por este motivo hubo de renunciar a un puesto prometedor, aunque naturalmente no se lo dijo a su madre, no quería que se sintiera culpable.

Pritama había trabajado toda la vida como lavandera para que Niru pudiera estudiar. Se le ocurrió a la muchacha que, quizá, podían integrarla en el gremio, y solicitó trabajo al gotra (gremio de lavanderos) que gobernaba en su pueblo. Las viejas colegas de su madre la aceptaron rápidamente en el puesto, y es por eso por lo que Niru comenzó a trabajar diez e incluso doce horas diarias lavando ropa bajo el sol ardiente. Les hizo prometer a sus compañeras que no dirían nada que pudiera preocupar a su madre. La mejor manera de ayudar es ayudar sin que se sepa.

No obstante, ahora que sus suaves y delicadas manos, acostumbradas solo a trabajar en la oficina, comenzaban a agrietarse y magullarse, es que Niru comprendía cuánto le debía a su madre.

Cada día, después de que Pritama terminaba de comer, Niru le limpiaba las manos en silencio, cabizbaja, procurando que los cabellos le ocultasen el rostro. A decir verdad, intentaba disimular las lágrimas que corrían por sus mejillas al contemplar los dedos deformes de su madre, cubiertos de cicatrices por años de duro trabajo. Apenas lograba contener el llanto, y si su madre decía o preguntaba algo, Niru solo respondía con un ligero asentimiento, para que no la delatara su voz quebrada.

¡Cuánto la habría de extrañar! Sin embargo, Niru no deseaba apenarla diciéndole aquellas palabras tan cargadas de dolor. Se ocupaba de limpiar la casa como le gustaba a su madre, cocinaba sus viejas recetas y reordenaba los muebles una y otra vez para que no tropezara con ellos. “Haré todo lo necesario para que vea la casa impecable, será mi forma de decirle que la quiero –pensaba–. Al fin y al cabo, el amor habla por sí mismo”.

Nada más entrar por la puerta, la saludaba con un ademán y se entregaba a las labores de limpieza. Entonces, se alegraba de ver a su madre tan radiante y feliz porque, aunque no lo expresara, sabía que valoraba todo cuanto hacía por ella.

Lo cierto es que Niru trabajaba como una esclava para conseguir el dinero con el que comprar los costosos paliativos de su madre. Cada mañana dejaba algunos billetes sobre la mesilla y se marchaba a trabajar doce horas más para que no le faltaran los sedativos al día siguiente. En ocasiones, regresaba hambrienta a casa después de un largo día y le decía a su madre que ya había cenado con sus compañeros. Lo hacía para que Pritama comiese todo cuanto quisiera y no se privase. Ya se sabe que a quien siempre ha dado no le gusta tener que pedir. Entonces le regocijaba ver a su madre comiendo con tanto apetito, y de algún modo, ella misma se sentía saciada.

Niru comenzó a desesperarse por las noches, dando vueltas en el catre mientras se decía a sí misma: “No es justo, yo aún viviré mucho tiempo y tendré muchas oportunidades, pero mi madre morirá pronto sin haber disfrutado de la vida. Quién sabe si guarda algún deseo insatisfecho. Aunque tiene ciertos ahorros, necesita más dinero para sus antojos, su necesidad es mayor que la mía”. Entonces Niru tomaba algo de sus reservas y, en la oscuridad de la noche, lo introducía sigilosamente en el hatillo que su madre escondía bajo la alfombra, dejándole el dinero sin que ella se diese cuenta. Porque todo lo que damos primero nos fue dado.

Poco a poco, al verla desmoronarse, Niru se volvió incapaz de contener los sollozos y el dolor. Trasladó su camastro al patio para que su madre no la viera llorar, no quería que se entristeciera. Estaba segura de que Pritama se sentía más cómoda y que agradecía tener la habitación para ella sola. No imaginaba que las suposiciones son las semillas del equívoco.

Un día, su madre quiso revelarle algo importante y la llamó para que se sentara a su lado. Al parecer, pretendía decirle que había enterrado los… malos recuerdos, todos los errores y faltas que, como madre, había cometido. La hija se emocionó y no quiso dejarla hablar. Para la muchacha, todos los errores, los viejos desencuentros y lamentos ya no tenían ninguna importancia. En aquel momento, Niru le respondió con el corazón en la mano que cuando quedara huérfana, ella no miraría atrás para quejarse o sufrir. “Siempre la recordaré con cariño y la llevaré en mi corazón”, pensó; pero no se lo dijo. Tenía la certeza de que su madre había quedado muy complacida al escucharla.

Incluso cuando se sentaba a su lado, Niru procuraba hablar de cosas alegres o de posibles esposos, para que Pritama no se preocupase por su futuro. También le comentaba las habladurías del pueblo con el fin de distraerla de su dolor.

A pesar de todo, aquel día Niru lloraba con amargura ante la pira funeraria, mientras las llamas devoraban el cadáver. A la mañana siguiente, cuando la muchacha bajó los escalones del ghat (escalera en el borde del río) para arrojar las cenizas al río, murmuró mientras vaciaba la urna: “La quiero, madre. La llevaré siempre conmigo.” Pero era demasiado tarde, Pritama nunca conoció sus verdaderos sentimientos; aunque Niru pensaba que sí.

El silencio entre dos personas es el nido de los malentendidos.

Meses más tarde, sabiendo que la muchacha vivía sola, un inspector del pueblo pasó para solicitar los papeles de la propiedad. Al fin y al cabo, la muchacha era una simple achhut. Niru nunca había oído hablar de las escrituras, las buscó por toda la casa, pero no las encontró, y una semana más tarde la desahuciaron. Algún político o sus leales se quedaron con la propiedad. Ella tuvo que abandonar sus sueños de trabajar en la gran ciudad, porque apenas le llegaba el jornal. Comenzó a trabajar como lavandera de continuo y a malvivir. También dejó atrás, en la casa y oculta bajo el colchón, una cajita de caudales. La muchacha pensaba que estaba vacía, pero aún contenía algunos ahorros.

Y es que Niru, al igual que su madre, vivió en el equívoco de creer que era Sawai.

Di lo que sientes, siempre. Igual que perecen los frutos que no cosechamos, lo hacen los sentimientos no expresados».

* “Sawai” (se pronuncia “savai”) es una palabra que proviene del sánscrito, significa literalmente 1 + 1/4. En la antigua India era el rango de honor más valioso entre los clanes guerreros. Poseerlo equivalía a sobresalir un cuarto sobre el común de los hombres: ya fuera en coraje, en sabiduría o en amor.



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