El Maestro no era, ciertamente, un obseso de la etiqueta y las buenas maneras, aunque siempre daba muestras de una natural educación y elegancia en su trato con los demás.
Una noche, llevando al Maestro a su casa en automóvil, un joven discípulo se mostró especialmente grosero con un agente de tráfico, y en su propio descargo le dijo al Maestro:
—Prefiero ser yo mismo y que la gente sepa exactamente cómo me siento... La cortesía no es más que aire...
—Eso es verdad —dijo conciliador el Maestro—, pero aire es también lo que llevamos en los neumáticos, y fíjate cómo suaviza los baches...
El Maestro paseaba calle abajo cuando, de pronto, salió de un portal un hombre que chocó violentamente con él.
El individuo, totalmente fuera de sí, rompió a soltar palabrotas. El Maestro hizo una breve inclinación, sonrió amablemente y le dijo:
—Amigo, no sé quién de los dos ha tenido la culpa de que chocáramos, pero no estoy dispuesto a perder el tiempo tratando de averiguarlo...Si la culpa ha sido mía, le pido perdón; si ha sido suya, olvídelo.
Y, tras hacer una nueva inclinación y esbozar una nueva sonrisa, siguió caminando.
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