Una madre decidió subir a la montaña con sus hijos. Antes, meditó mucho sobre lo que debía llevarse. Quería tenerlo todo previsto.
Podía llover, por ejemplo, así que debían llevarse los impermeables y zapatos y calcetines de recambio.
También podía suceder que se hiciera pronto de noche, así que la señora cogió una linterna para cada uno.
Se podría dar el caso de que se perdieran y tuvieran que pasar la noche fuera de casa. La mujer se llevó la tienda de campaña y sacos de dormir, un camping-gas, una olla grande y comida para un par de días.
¿Y si se ponían enfermos durante el camino? Era preciso llevarse medicamentos para distintas enfermedades. ¡Ah! ¡Y vendas!
Entonces se le ocurrió que podían tropezar con una zona de niebla. Así pues ató a sus hijos por la cintura con una cuerda bien gorda para que siguiesen sus pasos y nadie se perdiera.
Comenzaron a subir la montaña cargados como mulos. Pero no fueron muy lejos. La mujer pisó una caca de vaca y, como iba tan cargada, resbaló montaña abajo llevándose consigo a sus hijos, que iban atados con la cuerda.
La mujer no había previsto que podía haber un “regalito” de vaca en mitad del camino.
Vivimos en una cultura que fomenta la creencia de que podemos controlarlo todo. Procuramos comer de forma sana, nos pasamos la vida pendientes de las previsiones meteorológicas por si anuncian tormentas y hacemos largas colas en los controles de seguridad de los aeropuertos, pero, en última instancia, nadie puede predecir enfermedades, tornados, accidentes o cuánto tiempo viviremos.
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