Desde hace un tiempo vengo reivindicando la celebración del Día de Todos los Santos, de acuerdo con nuestra cultura, siguiendo nuestras costumbres y tradiciones y, cada año, por estas fechas, no puedo evitar indignarme al ver a España invadida por la fiebre de Halloween.
El proceso de globalización al que estamos sometidos, va difundiendo mundialmente modos, valores y tendencias que fomentan la uniformidad de gustos y costumbres y, por desgracia, “lo universal” se está convirtiendo en el imperio homogéneo, uniforme y estandarizado de una única forma cultural dominante.
En el caso de Halloween, es la “industria cultural” del gigante norteamericano la que se ha encargado de difundir por todos los puntos del Planeta, un Halloween que ha perdido su trasfondo espiritual (la palabra Halloween procede de la contracción inglesa All Hallows'Eve que en español significa “víspera de Todos los Santos”) y se ha convertido en una fiesta en la que imperan los disfraces, calabazas, telarañas, brujas, fantasmas, esqueletos, vampiros, zombis…, los sustos y el terror. Se trata de un día que empuja al consumo. Por eso, apoyándose en la necesidad de vender, los centros comerciales y las televisiones le prestan una gran atención.
Los “profes” de inglés también han aportado su “granito” de arena haciendo que esta fiesta sea popular en muchos colegios donde los niños acuden a clase disfrazados. Creo que, para conocer y estudiar las costumbres de un pueblo, no hace falta imitarlas cada año ni, mucho menos, adoptarlas. De todas formas, me cuesta entender, con lo que hemos denostado al infeliz lobo feroz, que los niños vayan a la escuela con disfraces que inciden en aspectos de horror, miedo, sangre, monstruos... y todos tan contentos.
Pero ahí voy a dejarlo porque, en esta entrada, quiero hacer una reflexión sobre lo local y lo universal. Para ello, me he basado en la reciente Encíclica “Fratelli tutti” del Papa Francisco.
En la actualidad hay, por un lado, una falsa apertura a lo universal que procede de la superficialidad vacía de quien no es capaz de amar a su propio pueblo y penetrar en el fondo de su cultura, pero hay también, por otro lado, narcisismos localistas que esconden un espíritu cerrado que prefiere crear murallas defensivas y convertir su cultura en un museo folklórico de ermitaños incapaces de valorar la belleza de las culturas diferentes.
Las demás culturas no son enemigos de los que hay que defenderse, sino que son distintos reflejos de la riqueza inagotable de la vida humana. Es en contraste y sintonía con otras culturas, la forma en la que cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su cultura, su riqueza, sus posibilidades y sus límites.
No hay apertura entre pueblos sino desde el amor a la tierra y a los propios rasgos culturales, pero, al mismo tiempo, no es posible ser sanamente local sin una sincera y amable apertura a lo universal, sin dejarse enriquecer por otras culturas. El mundo crece y se llena de nueva belleza gracias a sucesivas síntesis que se producen entre culturas abiertas, fuera de toda imposición cultural.
No conviene, por tanto, perder de vista lo local porque es lo que nos hace caminar con los pies sobre la tierra. La solución no es una apertura que renuncie al propio tesoro. Hay que ampliar la mirada, pero hay que hacerlo sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio lugar y, al igual que cuidamos nuestra casa, debemos amar, cuidar y proteger nuestra cultura.
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