En todas las culturas, el matrimonio siempre ha sido un pacto entre dos partes. Es decir, un arreglo humano que tiene como consecuencia la procreación y, sobre todo, la mutua ayuda. Lo ideal es que nazca del amor, pero no es el requisito básico y como cualquier otro negocio, el matrimonio también falla.
Como a otras muchas cosas, el ser humano ha añadido al matrimonio una supuesta divinidad. Somos nosotros quienes pretendemos que Dios se mezcle en los asuntos domésticos, bendiciendo o condenando nuestros éxitos o fracasos. Él, sin embargo, jamás toma partido. Él no condiciona. Él no juzga. Somos nosotros quienes nos empeñamos en mantener vivo lo que puede morir.
Alguien, intencionadamente, nos hizo creer que el matrimonio tiene un carácter sagrado y, en consecuencia, indisoluble.
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