Cuatro peregrinos de distintos países estaban llevando a cabo una peregrinación. Vivían de la caridad de los otros. Un devoto, al pasar frente a ellos, les dio un poco de dinero y decidieron adquirir algo para comer. El peregrino persa se apresuró a decir:
–Quiero angur.
–Pues yo quiero inab –replicó el árabe.
–Nada de eso –protestó el turco–. Yo deseo uzum.
Encolerizado, el griego vociferó:
–¡Yo quiero stafil!
Comenzaron a discutir acaloradamente y ya estaban, incluso, a punto de llegar a las manos, cuando pasó por allí otro hombre que entendía las diferentes lenguas. Tras calmarles, les pidió el dinero para ir él a comprar lo que querían. Regresó poco tiempo después con uvas, que era lo que cada uno de ellos había exigido en su respectivo idioma.
La palabra es muy engañosa: confunde a unos y a otros. Aunque todos utilicen la misma palabra, cada uno le dará una connotación. La palabra es imprescindible, pero muchas veces limita.
La palabra es muy poderosa: puede unir o dividir; calmar o irritar; crear equívocos, discordias, recelos y sospechas; herir gravemente; arruinar otra vida…
Hay que ejercer un saludable control sobre la palabra y utilizarla con precisión, cordura y exactitud. Hay que hablar conscientemente y no mecánicamente, con cordialidad, confortando y cooperando.
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