Fuente: “Alegría” de Álex Rovira y Francesc Miralles.
Se dice que Buda fue un príncipe consentido, solo conocía los placeres de palacio, hasta que encontró en un sendero a un enfermo, a un anciano y a un cadáver. Fue entonces cuando, consciente de que el sufrimiento forma parte de la existencia, empezó su camino al “despertar”.
Si fuéramos siempre felices, seríamos incapaces de entender los matices del alma humana. No podríamos tener empatía con quien está desahuciado, con quien sufre mal de amores o con quien llora la pérdida de un familiar o un amigo. Podemos latir con ellos justamente porque hemos vivido su dolor y eso ha ampliado nuestro horizonte de sensibilidad y humanidad.
El sufrimiento es un aprendizaje para la vida. El dolor nos puede llevar a la consciencia y permitirnos vivir con más lucidez. Puede hacernos sabios, lo cual no significa que debamos quedarnos en él. Como decía Buda, toda enseñanza es como una barca para pasar a la otra orilla. Una vez que la alcanzamos, no tiene sentido seguir cargando con la barca.
La tristeza es solo el reverso de la alegría. Sin ese contraste, viviríamos en una apatía parecida a la muerte. Es necesaria para que podamos celebrar la dicha de vivir.
Aquello que vivimos no siempre es de nuestro agrado, pero, pase lo que pase, es provisional como la vida misma. La tristeza tiene una duración determinada, un principio y un fin.
La tristeza tiene una función esencial: informarnos de que algo va mal. Como una fiebre que depura el cuerpo para liberarlo de toxinas, lo que estás viviendo te permitirá drenar las emociones negativas para regresar al mundo más ligero y libre. Saldrás de la tristeza más consciente y deseando saborear los regalos de la vida.
Un poeta de Oriente dijo que “la tristeza es un muro entre dos jardines”. Aunque el dolor no nos permita ver lo que hay detrás, hay que tener paciencia y no perder de vista que un jardín nos espera al otro lado de la tristeza.
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