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miércoles, 1 de noviembre de 2023

Por qué la muerte es invisible


Este cuento está incluido en el libro “La muerte y el duelo a través de los cuentos” de Carmen Moreno Lorite.

Cuento tibetano

Hubo una vez un anciano que vivía en un pueblo con su mujer y sus dos hijos ya crecidos. El anciano buscó esposas para sus hijos esperando que sus nueras cuidaran de él y de su mujer, pero en cuanto se casaron se fueron a vivir a otro lugar.

Esto le partió el corazón a la mujer del anciano, que murió poco después de la boda de sus hijos. Durante algún tiempo el anciano vivió lo mejor que pudo con sus pocos ahorros, pero cuando se le acabaron se vio obligado a trabajar. Tuvo que ir al bosque a cortar leña para venderla en el mercado. Era un trabajo muy duro para un hombre tan viejo como él, pero no había más remedio.

Un día, el anciano fue al bosque a cortar las ramas de un árbol seco. Volvía con el cesto tan cargado que iba doblado por el peso de la leña y caminaba muy despacio por el bosque. No era tan fuerte como cuando era joven, así que tenía que pararse cada poco a descansar. En una de estas paradas se lio un cigarro y se puso a pensar en su esposa muerta, sus desalmados hijos y la mala vejez que estaba teniendo. Era demasiado para él. El anciano, maldiciendo su destino, gritó:

–¿Por qué no viene la Muerte y me lleva?

Y sucedió que la Muerte andaba por allí cerca y escuchó el desesperado deseo del anciano. Se acercó y le preguntó:

–¿Por qué me llamas?

El anciano se quedó estupefacto.

–¿Y tú quién eres?

–Soy la Muerte. ¿No es a mí a quien llamabas? –le respondió ésta.

El anciano pensó que se estaba volviendo loco y miró a la Muerte, desconfiado.

–¿Acaso lo dudas? Te lo demostraré. ¿Ves aquella mujer en el río? Va a morir.

Y en cuanto la Muerte acabó de decir esto, la mujer se desvaneció, cayó en el agua y desapareció. El anciano pensó que, seguro que se estaba dando un baño y que pronto saldría a la superficie, pero pocos minutos más tarde su cuerpo sin vida salió a flote en la superficie del río. El anciano sintió miedo porque en ese momento se dio cuenta de que lo que había deseado se cumplía. Aquel ser que tenía ante él era la mismísima Muerte. Comenzó a excusarse ante la muerte:

–Verás, no lo decía en serio.

–No temas, a nadie me llevo antes de que llegue su hora.

–¿Y cuándo será mi hora? –preguntó el anciano, que no tenía ganas de seguir discutiendo con la Muerte.

–Te quedan cinco años –le respondió la Muerte, y desapareció.

El anciano supo que le quedaban sólo cinco años de vida y el deseo de seguir viviendo se apoderó de él. Se fue a lo más profundo del bosque y allí encontró un árbol centenario. Comenzó a excavar debajo del árbol y construyó un laberinto, y al final del laberinto excavó siete habitaciones que conducían la una a la otra; la última tenía una gruesa puerta hecha con algunas de las ramas del árbol centenario. Cuando pasaron los cinco años, la Muerte llegó y lo encontró sentado al pie del árbol.

–Tu hora ha llegado –le dijo la Muerte al anciano.

–Iré contigo –le respondió el anciano–, pero antes me gustaría mostrarte lo que he hecho en estos cinco años.

La Muerte asintió y le acompañó. El anciano llevó a la Muerte a través del laberinto y, cuando llegó al final, la hizo pasar de habitación en habitación, y en la más recóndita la encerró. Luego salió afuera cerrando todas las habitaciones según salía.

Con la Muerte encerrada en el laberinto del anciano, nadie en la tierra se moría. La población aumentó tanto que la comida comenzó a escasear. La gente se hacía cada vez más vieja, se volvía decrépita y vivía sufriendo achaques, pero nadie se moría. El ciclo de la creación había sido gravemente alterado y el equilibrio se había roto. Los dioses se preocuparon y fueron a ver a Visnú. El dios que todo lo ve supo exactamente dónde estaba la Muerte. Se disfrazó de hombre común y bajó a la tierra. Fue a ver al anciano, que estaba todavía sentado al pie del árbol, inimaginablemente viejo, débil y decrépito. Sus ojos cansados miraron a Visnú y allí él vio todo el sufrimiento que su vida le causaba.

–¿Todavía deseas vivir? –le preguntó Visnú al anciano.

–No –dijo el hombre con gran esfuerzo–. Si pudiese tenerme en pie y caminar unos pasos, ya habría ido a liberar a la Muerte.

–Si te doy bastante fuerza para liberar a la Muerte, ¿lo harás?

Por primera vez Visnú vio que los ojos del anciano se iluminaban. El dios le dio fuerza para ponerse en pie y caminar. El anciano sacó unas viejas llaves herrumbrosas de entre sus ropajes y condujo a Visnú por el laberinto. Por fin, después de haber traspasado las habitaciones, llegaron a la séptima, donde estaba encerrada la Muerte, y al abrir la puerta allí la vieron, durmiendo en la tierra. El anciano miró a la Muerte a los ojos y con un gesto de profunda paz en el rostro, cayó al suelo y murió. La Muerte presentaba un aspecto lamentable: débil y pálida, tenía el pelo y el cuerpo sucios y sus ropajes se habían convertido en un montón de harapos.

–Estoy harta, oh Visnú, de que los hombres me teman, huyan de mí y me tiendan trampas. Te pido que busques a otro que se lleve las almas de los hombres –le dijo la Muerte.

–No puedo concederte eso que me pides. El ciclo de la creación sólo puede continuar si la Muerte renueva la vida. Pero puedo hacer que tu trabajo sea más fácil. Si los hombres no pueden verte, no podrán tenderte trampas.

Y es por eso por lo que desde entonces la Muerte es invisible.

Igual que tenemos la tentación de escondernos de nuestra muerte para que no nos encuentre, nos queremos esconder de la muerte de nuestros seres queridos. Necesitamos un tiempo para aceptar esa realidad tan difícil de asimilar, pero tenemos que aprender a hacerlo, a aceptar que él o ella ya no están aquí y que la muerte forma parte del ciclo vida-muerte-vida, aceptando y expresando también las emociones y los pensamientos que esta pérdida nos causa.


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