Me gustan las personas amables, sencillas, que opinan dejando espacio al otro, que cuidan sus formas, que tienen un tono agradable, que reconocen cuando no saben algo, que piden perdón si se equivocan, que aceptan otras opiniones y otros enfoques.
No me gustan las personas arrogantes, tajantes, prepotentes, que lo saben todo mejor que nadie, que siempre tienen que tener razón y que tienen que tener la última palabra.
En las relaciones humanas es lógico y normal que surjan discrepancias. Cada uno tiene sus opiniones, gustos y preferencias y es prácticamente imposible estar de acuerdo en todo. Habrá momentos de desencuentro. Con la fricción es como si se hiciera un pequeño fuego. Si le tiras alcohol provocas un gran incendio y si le tiras agua, lo apagas. El agua son las palabras amables y el alcohol son las palabras o gestos ofensivos.
A veces los incendios lo provocan la descalificación y el insulto directo, pero hay palabras, mucho más dolorosas, que provocan un gran incendio sin pronunciar ningún insulto. Son palabras que dices, pero no pronuncias. Me refiero a la ironía y al sarcasmo. Hay auténticos especialistas.
Los seres humanos somos animales emocionales y racionales. Muchas veces, cuando alguien nos provoca y agrede, nuestro cerebro emocional decide actuar sin que la información llegue al cerebro racional y somos capaces de hacer o decir cosas de las que luego nos arrepentimos.
Cuando hablamos, nada de lo que decimos es neutro, todo es interpretado por la otra persona. Y “el otro” interpreta el contenido y las formas, es decir, el qué y el cómo.
Es imposible que siempre estemos de acuerdo en los “qué”. Pero si cuidamos las formas, si cuidamos el “cómo”, siempre estaremos lanzando agua. Si perdemos las formas, no importa si tenemos razón o no, la persona con la que hablamos se sentirá atacada y su actitud será negativa.
Podemos cuidar siempre nuestras formas y hablar sin imponer nuestras ideas. Siempre.
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