No hay que confundir la alegría con la felicidad, porque son dos cosas muy distintas. Puedes plantearte si eres feliz con tu vida o no, pero nunca te plantearás si estás alegre. Lo sientes y lo sabes, y ya está.
Lo que llamamos “felicidad” es un concepto mucho más complejo e individual. Cada cual es feliz a su manera. Se trata de un estado del alma que requiere ser pensado y ahí reside el problema, pues en el momento en que te preguntas si eres feliz, ya estás perdiendo la magia que iluminaba tu vida. Además, la felicidad significa algo diferente en cada cultura.
La alegría es una de las emociones básicas del ser humano. Todos la llevamos de serie, aunque a veces la tengamos dormida. La alegría nos hace sentir bien y nos da, además, una información muy valiosa de lo que es placentero para nosotros.
Las cosas que nos producen alegría son aquellas que nos conectan con la vida y con otras personas.
Sería conveniente hacer un inventario de las cosas que nos despiertan la emoción de la alegría. Es célebre la que hizo el poeta Bertolt Brecht:
La primera mirada por la ventana al despertarse,
el viejo libro vuelto a encontrar,
rostros entusiasmados,
nieve, el cambio de las estaciones,
el periódico,
el perro,
la dialéctica,
ducharse, nadar,
música antigua,
zapatos cómodos,
comprender,
música nueva,
escribir, plantar,
viajar,
cantar,
ser amable.
La alegría es inmediata. No necesita elaboración. Es sencilla, directa y evidente. Lo traspasa todo y está en todas partes. Sale a tu encuentro inesperadamente, te sorprende, te atrapa, pero ese atrapar es una liberación, porque cuando la experimentamos, nos relajamos, sonreímos, reímos, oxigenamos el cuerpo, nos emocionamos, necesitamos expresarla.
Al contrario de lo que muchos creen, no es huidiza, sino que siempre está ahí. No la vemos, porque simplemente está tapada por la mente y sus preocupaciones, por el ego y sus miedos, por complejos y vanidades.
Las personas que han perdido la alegría dirán que no saben verla en ninguna parte. Pero puede reencontrarse de la siguiente forma:
● Haciendo lo que debes hacer. Pocas cosas provocan más frustración que dejar de lado nuestras tareas o aplazarlas. Cuando bajamos los brazos, cualquier cosa se nos hace una montaña y, al final, llegamos a creernos incapaces de nada. En cambio, habrás comprobado que en cuanto te pones en marcha (escribiendo a un amigo, reparando algo roto en casa o incluso fregando los platos), la ansiedad cae en picado, porque vuelves a sentirte útil en el mundo.
● Valorando lo que tienes. Imagina ahora que el médico te da la fatal noticia de que vas a morir antes de un mes. ¿Qué es lo que más te apenaría dejar? Seguro que de repente valorarías a personas (amigos y familiares) que ahora no tienes presentes y querrías despedirte de ellos, hacer un último encuentro o incluso una última fiesta con cada uno para recordar todo lo bello que habéis compartido. La buena noticia es que no te vas a morir todavía y que puedes hacer la fiesta hoy mismo.
● Compartiendo. La felicidad es un enigma que cada persona resuelve de modo distinto, mientras que la alegría es igual para todos, porque une y puede ser compartida. Un grupo de amigos cantando juntos por la calle, el gol celebrado al unísono por todo un estadio, una cena de viejos compañeros que ríen y celebran lo vivido juntos. La alegría puede consumirse en dosis individuales, pero es fascinantemente contagiosa.
La norteamericana Pearl Buck, decía que “muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras esperan la gran felicidad”. Ahí está la clave. No sabemos qué forma tiene el edificio de la felicidad, pero lo que está claro es que se construye con los ladrillos de la alegría.
Por eso, sal al mundo y déjate alegrar.
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