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jueves, 14 de diciembre de 2023

Un cuento por Navidad (IV): La vendedora de fósforos

Cuando yo tenía seis años, los Reyes Magos me trajeron el cuento “La vendedora de fósforos” de Hans Christian Andersen (1805–1875). Publicado por primera vez en 1845, el cuento es conocido como “La pequeña cerillera”, “La cerillera”, “La niña de los fósforos”, “La pequeña vendedora de fósforos” o “La Nochebuena de Anita”. Es, sin lugar a dudas, el libro que más veces leí y releí y al que más tiempo dediqué mirando y remirando sus ilustraciones. Gracias a internet, he conseguido el dibujo de su portada y la he incluido en la imagen que ilustra esta entrada.

Hay personas que denuestan los cuentos clásicos. Muchas se empeñan en analizarlos concienzudamente desde una óptica actual, otras hacen versiones modernas que poco o nada tienen que ver con los cuentos originales, algunas proponen finales diferentes... En cualquier caso, lo cierto es que los cuentos clásicos emocionan y recogen historias que siguen vigentes. Por desgracia, en el cuento que nos ocupa, no hay que irse muy lejos para comprobar que la miseria existe, que se vulneran los derechos más elementales de los niños y que muchas personas sufren en la calle los rigores del invierno. El final del cuento es, verdaderamente, muy triste, pero... ¿acaso no es trágica la cifra de muertes que provoca la pobreza infantil existente?

“La vendedora de fósforos” nos narra una historia que, por una parte, mueve sentimientos como la compasión y valores como la empatía y la solidaridad y, por otra, nos mueve a la fe y a la esperanza de que, al final, sea cual sea nuestra experiencia en este planeta, todo estará bien.

“La vendedora de fósforos” de Hans Christian Andersen

¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a anochecer. Era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. A decir verdad, cuando salió de su casa llevaba unas zapatillas de su madre, pero, como le estaban muy grandes, las perdió al cruzar corriendo la calle para que no la atropellaran dos coches que venían a gran velocidad. Una de las zapatillas no la pudo encontrar y la otra se la llevó un mozalbete, que le dijo que, cuando tuviera hijos, la utilizaría de cuna.

Y así, la pobre niña, andaba descalza con los desnudos pies amoratados por el frío. En el bolsillo de un viejo delantal llevaba un puñado de cajas de cerillas y en la mano, una caja de muestra. En todo el día, nadie le había comprado nada ni le había dado un mísero céntimo. Volvía a su casa hambrienta, helada y abatida. Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello, pero la niña no estaba pendiente de su pelo.

En un rincón que formaban dos casas, una más saliente que la otra, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogió las piernas todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo. No se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo ni conseguido limosna alguna. Su padre le pegaría y, además, en casa también hacía frío, pues, a pesar de que habían tapado las rendijas con trapos y paja, el viento entraba por todas partes. Tenía las manos ateridas de frío. ¡Ay, seguramente una cerilla la aliviaría! Si se atreviese a sacar solo una de la caja, frotarla contra la pared y calentarse los dedos… Y sacó una: “¡ritch!”.

¡Cómo chisporroteó y cómo quemaba! Cuando la resguardó con la mano, dio una llama clara y cálida con una luz maravillosa. Le pareció que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro en la que el fuego ardía magníficamente en su interior. La niña alargó los pies para calentárselos, pero se extinguió la llama. Se había esfumado la estufa y ella se quedó sentada, con la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, la volvió transparente como si de una gasa se tratara. La niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, con fina porcelana y un blanquísimo mantel. Un pato asado humeaba, deliciosamente relleno de ciruelas y manzanas. El pato saltó fuera de la fuente y, con un tenedor y un cuchillo en la espalda, se dirigió hacia la niña, pero, en aquel momento, se apagó la cerilla y solo pudo ver una gruesa y fría pared.

Encendió una tercera cerilla y se encontró sentada debajo de un hermoso árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que vio en Nochebuena, a través de una puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Miles de velitas ardían en sus ramas verdes en las que colgaban estampas pintadas como las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos brazos y, entonces, se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se fueron a lo alto y se dio cuenta de que, en realidad, eran las estrellas del cielo. Una de ellas se cayó trazando en el firmamento una larga estela de fuego. “Alguien se está muriendo” —pensó la niña. Su abuela, la única persona que la había querido y que ya había muerto, le había dicho: —Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó un nuevo fósforo contra la pared. Se iluminó el espacio inmediato y apareció la anciana abuela, radiante, dulce y cariñosa.
—¡Abuelita! —exclamó la pequeña—. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás cuando se apague la cerilla como se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.

Con el afán de no perder a su abuela, se apresuró a encender las cerillas que le quedaban y brillaron con más claridad que la del pleno día. Nunca su abuela le había parecido tan alta y tan hermosa. La abuela cogió a la niña en brazos y, envueltas ambas en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas. La pequeña ya no sentía frío ni hambre ni miedo.

En el rincón entre las dos casas, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, con las mejillas sonrosadas y la boca sonriente, muerta... Muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Año Nuevo iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos. Una cajita de ellos, aparecía consumida casi del todo. “¡Quiso calentarse!”, dijo la gente, pero nadie supo las maravillas que había visto ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuela, había subido a la gloria del cielo.


❆❆❆❆

El año 2006, Walt Disney Animation Studios estrenó un cortometraje de animación, dirigido por Roger Allers y producido por Don Hahn, basado en la historia original de Christian Andersen. Este cortometraje no tiene diálogos ni sonidos y la música de fondo es el Nocturno del “Cuarteto de cuerda nº2 en re mayor” de Alexander Borodin.



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