En el deseo de cambiarnos a nosotros mismos y/o a otros, casi siempre hay una dosis de intolerancia y eso lo hace peligroso. Si el factor de intolerancia está ausente, el cambio es sano y positivo.
Generalmente, cambiamos para ser aceptados, para responder a las expectativas que se tienen de nosotros o para ajustarnos a la imagen que de nosotros mismos hemos concebido. Nos forzamos a cambiar y esto nunca resulta.
El único cambio aceptable es el que viene de aceptarse a sí mismo. El cambio nunca puede forzarse: el cambio sucede. La gran paradoja del cambio es que solo conseguimos alcanzarlo cuando nos olvidamos de él. La resistencia que oponemos a nosotros mismos, o a cualquier tendencia dentro de nosotros, hace imposible el cambio.
Acepta los hechos, amóldate a la situación, reconcíliate contigo mismo... y el cambio sucederá.
Cuando el prurito del cambio entra para cambiar a los demás, resulta mucho más dañino. Queremos hacer cambiar al otro... ¡por su propio bien, por supuesto! ¡Sería una persona tan completa y feliz si lo hiciera!... y todo por esos defectillos que todo el mundo le ve y que solo él parece no haber notado. Tengo que decírselo, tengo que hacer que se corrija de una vez. Si no puedo hacer eso, al menos tengo que rogarle a Dios para que le haga cambiar según la imagen que hemos decretado para él.
Esta oración es una manera velada, pero evidente, de rechazar al otro. No nos toca a nosotros juzgar, condenar, ordenar el cambio. Deja al otro en paz, acéptalo y ámalo tal como es.
Aceptar la realidad no quiere decir tolerar cualquier tipo de conformismo, pasividad o apatía. Al contrario, es un abrazar gozosamente a todo lo que existe para sacar el mayor partido a las cosas tal como son y a la vida tal como es. Una actitud que lleva a la iniciativa y a la acción para provocar decisiones y cambiar circunstancias.
Hemos de aceptar la realidad como el pájaro acepta sus alas: para volar. Lo importante es no empezar a quejarse del tipo de alas que a uno le ha tocado, a compararlas con las de los demás... para quedarse al fin en el suelo.
Reconocer la realidad, aceptar los hechos y caer en la cuenta de toda situación, no es invitar a la pereza y a la inacción sino lanzar el reto del desarrollo personal y el cambio social.
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