Un psiquiatra refiere el caso de un cliente que tartamudeaba y quería dejar de hacerlo. Le había sucedido toda la vida, desde que era capaz de recordar.
El psiquiatra le preguntó si podía recordar, al menos, una ocasión en su vida en la que hubiese hablado sin tartamudear.
El tartamudo contó cómo una vez, cuando era joven, se había montado en un autobús a toda prisa, sin sacar el billete y estaba preocupado pensando qué pasaría cuando viniera el revisor. Pensó que le explicaría lo ocurrido y como tartamudeaba tanto, se compadecería y lo dejaría en paz. De hecho, pensaba exagerar el tartamudeo.
Al acercarse el revisor, se preparó el tartamudo, abrió la boca... y salieron las palabras con una claridad nítida y una pronunciación exacta, sin titubeo alguno. El revisor le puso la multa de rigor.
Nuestro hombre no pudo quedar más chafado. Para una vez en la vida en que su tartamudeo le podía haber servido de algo... ¡le había fallado!
Ahí estaba precisamente el “quid” de la cuestión. Cuanto más se oponía al tartamudeo —¿Por qué me ha de pasar esto a mí? ¿Cómo puedo vivir así? ¿Cómo puedo conseguir trabajo mientras hable así? ¿Hasta cuándo va a durar esto? ¿Cómo podré aguantar toda la vida?—, más tartamudeaba y sufría cada vez más. Círculo vicioso que no era fácil romper.
Sólo una vez en su vida se alegró de ser tartamudo, se felicitó por serlo, quiso exagerar su defecto… y se desvaneció el tartamudeo. En la única ocasión de su vida en que aceptó el ser tartamudo, dejó de serlo.
La naturaleza humana se resiste cuando alguien intenta cambiarla. Cuando la dejan en paz cambia por sí misma.
Cuando nos resistimos a un rasgo negativo de nuestro carácter, no hacemos más que agravarlo.
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