El viernes 12 de enero de 2007, a una hora punta del día, a las 7:51, un joven bajó del metro de Washington, en la estación L'Enfant Plaza, vistiendo pantalones vaqueros, camiseta y una gorra de béisbol. Se paró cerca de la entrada, sacó un violín de su funda, la colocó abierta en el suelo con un par de dólares y el cambio que llevaba en sus bolsillos y comenzó a tocar con entusiasmo para la multitud que pasaba por allí camino del trabajo. Interpretó durante 43 minutos fragmentos de obras maestras de Bach, Schubert, Ponce, Massenet y Kreisler.
Nadie sabía que el violinista era Joshua Bell, uno de los mejores intérpretes de música clásica en el mundo, tocando con un Stradivarius de 1713 estimado en más de 3,5 millones de dólares. Fue prácticamente ignorado por las 1097 personas que pasaron. Solo 6 personas se detuvieron un momento. El que puso mayor atención fue un niño de 3 años que se paró a mirar al violinista, pero su madre le forzó a seguir adelante y siguió caminando volviendo la cabeza. Alrededor de 20 personas le dieron dinero, pero siguieron caminando a su ritmo normal. Tan solo lo reconoció una mujer que lo había visto en un concierto en la Biblioteca del Congreso.
Recaudó 32 dólares y no recibió ni un aplauso. Algunos días antes, Bell había tocado en el Symphony Hall de Boston, donde la entrada costó un promedio de cien dólares.
Esta actuación, formó parte de un experimento social llevado a cabo por el diario “The Washington Post” para iniciar un debate sobre el tema “valor, contexto y arte”. El planteamiento era el siguiente: En un entorno común, a una hora inapropiada, ¿percibimos la belleza?, ¿nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado?
Se han sacado muchas conclusiones de esta historia, algunas llenas de poesía como la siguiente: “Si no nos detenemos a escuchar a uno de los mejores músicos del mundo tocando la mejor música jamás escrita, ¿Cuántas otras cosas nos estamos perdiendo?”.
Mi conclusión es algo más prosaica: si estas personas hubiesen sabido quién era el violinista del metro, se hubieran detenido y aplaudido. Damos valor a las cosas cuando están en un contexto y, lamentablemente, valoramos solamente aquello que tiene precio. Por tanto, el valor lo dictan los mercados, los medios de comunicación y, en definitiva, las instituciones con poder económico que los controlan. Ellos manipulan nuestros sentimientos y nuestra apreciación de belleza.
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