Hoy voy a dejaros una bonita historia muy bien contada: “La historia de Akupai”, escrita por Philippe Lechermeier (Estrasburgo, 1968).
«Hace ya días que llegó el invierno. Ahí fuera, los habitantes del pueblo caminan apresurados hacia sus casas, hundiendo sus pasos en la espesa nieve, como si escribieran con sus zuecos en la página en blanco de un inmenso cuaderno. Los copos caen sin cesar y, más tarde, cuando yo salga, habrán cubierto con una nueva capa de nieve el camino del pueblo. Pero entonces, serán mis pasos los que escribirán la continuación de la historia, una historia que comenzó hace muchos años.
Todo empezó cuando llegaron por primera vez. Por entonces, cada familia poseía varias fanegas de una tierra rica y ligera en la que prosperaba la granza. Ésta crecía alrededor de todo el pueblo y su brillo tenía el esplendor de las hogueras de San Juan. Una vez recolectada y seca, producía un tinte rojo que servía para teñir telas. Se decía que el rojo que se obtenía era apreciado en el mundo entero.
Yo todavía era un niño la primera vez que vinieron.
Fue durante esa época del año en que los días se alargan poco a poco.
Los campos se teñían de amarillo, de ese amarillo que se transformaba en rojo y que nos permitía vivir. Eran, todo lo más, una decena.
Únicamente hablaba nuestra lengua el que dirigía el grupo: Akupai.
Nos explicó que él y sus compañeros buscaban trabajo.
Fueron bien recibidos, llegaban en un buen momento. Los campos lucían un amarillo intenso, presagiando una cosecha extraordinaria.
Akupai y sus compañeros trabajaban duro.
Salían muy temprano y no regresaban hasta que terminaba el día. Verlos adentrarse en los campos era curioso: su piel tenía el mismo color que las flores de la granza y daba la impresión de que desaparecían por completo entre ellas. Por la tarde, parte del resplandor de los campos regresaba con ellos al pueblo.
Akupai trabajaba en nuestras tierras. Después de la cena, los demás se reunían con él delante de nuestra casa y conversaban hasta altas horas de la noche. A veces, sacaban de sus bolsillos unos trocitos de hueso que hacían saltar entre sus dedos lastimados por la granza, y comenzaban partidas interminables de un extraño juego. Al terminar cada jugada, dibujaban misteriosos signos en el polvo del suelo y, aunque yo no entendía las reglas, los observaba con interés.
Una noche, cuando casi toda la granza se había recolectado, bajé a sentarme junto a Akupai.
Estaba pensativo, con la mirada perdida en la lejanía.
Me pregunté en qué podría estar pensando con aquella expresión tan seria.
Entonces me habló de su país, un país en el que no crecen las flores, donde el invierno dura todo el año y las casas son de hielo, porque hay tan pocos árboles que no se pueden construir con madera.
Antes de ir a acostarme, le pedí que me enseñara los huesecillos con los que jugaba, y los hizo rodar ágilmente en su mano.
Algunos días después, cuando la recolección ya había terminado, Akupai y sus compañeros se pusieron en camino para regresar a sus casas.
Mi padre les dijo que podían volver hacia fin de año, porque había que moler la granza para obtener el tinte rojo. Akupai asentía moviendo la cabeza de arriba abajo, repitiendo las palabras de mi padre, como para retenerlas mejor.
Después, se despidieron de toda la gente que se había congregado en la gran plaza y se fueron.
Pasaron los meses, los días se hicieron más cortos y la temperatura más fría. Los pájaros volaron hacia el sur y un viento gélido barrió la llanura. Durante la noche todo se cubría de hielo y los lobos aullaban a nuestro alrededor. El aire era seco y, para perfumar las casas con el olor de la resina, cortábamos un abeto y lo dejábamos secar durante días en un rincón. De vez en cuando, mi padre subía a la granja para comprobar si las raíces de la granza se estaban secando bien.
Como todos en el pueblo, sentíamos que cuanto más cerca estaba el momento de la molienda, más anhelaba mi padre el regreso de Akupai y los suyos.
Y así fue, volvieron una mañana cuando apenas había amanecido.
Los gritos de los demás niños resonaban en las calles nevadas, y me precipité afuera para ver qué pasaba.
A lo lejos, descendiendo por las tierras desnudas y blancas, se les veía aproximarse al pueblo. Era una extraña procesión la de aquellos hombres venidos del frío, vestidos con largas pellizas, calzados con botas de cuero rústicamente curtido y con los rostros amarillos que recordaban los colores del verano.
Se podía reconocer a Akupai, que marchaba a la cabeza, por su larga barba negra. Habían vuelto tal como prometieron. Arrastraban tras ellos trineos hechos de madera y de hueso.
En cada una de las casas se les dio una calurosa bienvenida y Akupai se quedó con nosotros.
En cuanto se enteró de que Akupai había vuelto, mi madre sacrificó un pavo bien gordo que asó durante horas en el horno y la comida fue una gran celebración.
Las velas que iluminaban nuestros rostros se iban consumiendo sobre la mesa. El aroma del abeto se mezclaba con los olores de los frutos secos y de la canela. Entablamos una cálida conversación y, poco a poco, las palabras se fueron espaciando al compás de las velas, que se iban extinguiendo una a una.
Al levantarme a la mañana siguiente, puse muchos troncos en la estufa para calentar la habitación. Bajo el abeto, había un objeto extraño que me llamó la atención. Unas hojas de maíz secas y atadas con un cordel de cáñamo envolvían algo. Me acerqué al paquete. Con letra muy pequeña, escrito torpemente sobre las hojas, se podía leer mi nombre.
Impaciente, desaté el cordel y, cuando desplegué las hojas de maíz, descubrí cinco huesecillos. Cinco pedacitos de hueso, pulidos por el uso de años: cuatro eran claros y uno oscuro. Era el juego de Akupai que tanto me intrigaba. Más tarde, durante la mañana, me explicó cómo jugar. Y como en el suelo no había tierra, marcamos los puntos en la escarcha de la ventana.
Por la tarde, cuando me reuní con mis amigos, me sentía emocionado al pensar que iba a enseñarles mis huesecillos.
En la calle oí gritos de alegría y de admiración. Objetos increíbles pasaban de mano en mano: una flauta hecha con un cuerno de reno, un cuchillo blanco con el mango tallado, unas figuritas esculpidas en una piedra que parecía hielo.
Como Akupai, sus compañeros habían traído regalos para los niños de las familias que los acogían. Jamás he vuelto a vivir una tarde como aquella.
Durante varias semanas, Akupai y sus compañeros trabajaron la granza. Para calentarnos, íbamos con frecuencia a observarlos. Las cubas del tinte desprendían un calor sofocante que agradecíamos en aquellos días de tanto frío.
En el vapor de agua empapaban la lana, el lino y la seda. Estaban maravillados por aquella flor amarilla con la que se podían teñir las telas de rojo. Tanto, que acabaron tiñendo todas sus ropas. Sumergieron en el tinte sus camisas y después hicieron lo mismo con sus pesados abrigos de piel.
Y así fue durante muchos años. Venían al pueblo para la recolección, después, para el teñido de las telas. Siempre nos traían regalos y, cuando la granza estaba ya casi seca y empezaban a caer los primeros copos, no era raro encontrar a un niño que observaba el horizonte para ver llegar a los que venían del frío.
Cuando, por fin, alguien veía aparecer a lo lejos un resplandor casi tan rojo como el del sol poniente, se apresuraba a anunciar su regreso.
Entonces, los padres cortaban un abeto, mientras las madres preparaban una buena comida.
Después, comenzaba otra espera, hasta el día siguiente, cuando, junto al abeto, envuelto en hojas de maíz, encontrábamos un nuevo regalo.
Todo hubiera podido continuar igual durante años: la granza amarilla transformada en color rojo, las telas blancas sumergidas en las cubas de tinte, el pueblo que se enriquecía y los del frío que venían a ayudar.
Pero, poco a poco, y sin que apenas nos diéramos cuenta, la granza se fue vendiendo cada vez menos. Los escasos mercaderes que todavía venían al pueblo nos contaron que se podían teñir las telas de rojo en otros sitios y a mejor precio. Poco después, incluso estos mercaderes dejaron de venir.
Y éste fue el fin de la granza.
Alrededor del pueblo, los campos ya no se coloreaban de amarillo en primavera. La vida se hizo más dura. El trabajo empezó a faltar.
Pero lo que más me inquietaba, y estoy seguro de que a los otros niños les ocurría lo mismo, era que ya no veríamos distinguirse en el horizonte la silueta roja de aquellos que volvían cada año, cuando la granza estaba seca y caían las primeras nieves. Por primera vez, después de muchos años, el invierno empezaba sin alegría.
Una noche, en uno de esos días que no cesaba de nevar, nos asustaron unos golpes en el cristal.
Nos acercamos inquietos.
Era Akupai, con su abrigo rojo cubierto de nieve. Tenía en las manos algunas hojas de maíz atadas con un cordel de cáñamo.
Akupai regresó desde entonces todos los años. Incluso mucho después de que su barba negra se volviera blanca.
Al principio lo hizo por mí; después, por mis hijos; después, por los hijos de mis hijos.
Atravesaba su país sin flores y sin árboles en el trineo para traer regalos a cada niño del pueblo.
Una vez que había acabado de distribuirlos, venía a verme. Y, puntualmente, yo sacaba mis cinco huesecillos, y jugábamos marcando los puntos en la escarcha de la ventana, como la primera vez.
La última vez que lo vi, le costaba trabajo jugar. Parecía cansado y le temblaban los dedos. Cuando terminamos la partida, me estrechó entre sus brazos.
A la mañana siguiente, encontré en el pasillo su larga pelliza roja y sus botas de cuero mal curtido.
Ésta es la historia de Akupai.
Y ahora, ha llegado el momento de salir a la nieve. Me pongo sus botas. Su pelliza roja es muy cálida, no pasaré frío. Tras las ventanas de las casas veo los abetos, e imagino a los niños que esperan impacientes.
Al cargar los regalos sobre el trineo, dejo huellas en la nieve, como si escribiera en un libro la continuación de la historia: la historia de Akupai».
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