El ser humano, por su propia esencia, es falible y por ello sería absurdo pensar que siempre acierta o que siempre se equivoca.
Hay personas que parecen creerse fuera de la limitación humana; actúan como si fueran dioses, pero, eso sí, dioses estúpidos, presuntuosos y soberbios que no han aprendido las lecciones más elementales de la vida.
Las personas que siempre creen estar en posesión de la verdad demuestran una ignorancia suprema, además de una arrogancia intolerable.
Por principio, todas las personas nos pueden enseñar algo, ¡todas!, pues a veces los mayores descubrimientos los hacemos con las personas más insospechadas.
Entrenarnos para dialogar, escuchar, observar, eso sí que nos facilitará el conocimiento, pero pensar que lo sabemos todo, que la única misión de los que nos rodean es escucharnos, denota una miopía que ni el láser sería capaz de corregir.
En ocasiones tendremos a nuestro alrededor a estas personas “iluminadas” que tanto tiempo nos hacen perder y, a veces, tanto malestar nos suscitan. Resulta difícil ayudarles a salir del error. La táctica de “desconectarnos de la forma más visible posible” suele dar buen resultado porque les empuja a recapacitar, es decir, ofrecerles el “espejo” de lo que ellos hacen: si normalmente no escuchan, ¿por qué vamos a escucharles? Si nos miran por encima del hombro, ¿por qué vamos a mirarlos por debajo? Si se muestran lejanos y distantes, ¿por qué vamos a ser próximos y cercanos?... En definitiva, no hagamos lo que esperan de nosotros y, quizá de esta forma, se sentirán obligados a replantearse su conducta.
Los sabios siempre escuchan. ¿Sabemos escuchar? ¡Merece la pena!
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