La grandeza de Saramago (1922-2010) se pone de manifiesto, aún más si cabe, en este cuento.
Hemos tenido la suerte de que nos dejara esta historia preciosa, en donde un niño tiene la misión de salvar una flor que está marchita por la falta de agua. Una historia simbólica, mágica, en la que aparece Saramago, ilustrado por João Caetano, hablando de la importancia de las cosas pequeñas y de todo lo que nos rodea, además de reflexionar sobre la infancia y la naturaleza.
Con inusitada humildad, el autor se disculpa de su ignorancia acerca de la escritura destinada a la infancia:
“Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara...”.
Estas palabras provenientes de quien ha obtenido el Premio Nobel de Literatura en 1998, provocan la reflexión sobre la literatura infantil, muchas veces considerada territorio de fácil acceso si no se valora suficientemente al receptor. La afirmación de Saramago es a la vez una crítica a los libros que pudieran realizarse sin esta cualidad que él señala como imprescindible: “saber elegir las palabras”.
El niño de la historia salvará a una flor que muere por falta de agua. Como en un cuento de hadas, abandona su casa, su aldea y atraviesa paisajes desconocidos. Como es un héroe, nada lo detiene y cuando sube la ladera de la montaña empinada y ve la flor que está muriendo, no vacila ni solicita ayuda: busca recursos por sí mismo para cumplir su misión.
«Las historias para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños, al ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada, y una paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia, por lo que pido perdón. Si yo tuviera esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa que un día me inventé, y que, así como vais a leerla, no es más que un resumen que se dice en dos palabras… Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado que mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos de los cuentos de hadas y princesas encantadas…
En el cuento que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan a aparecer algunas palabras difíciles, pero quien no las sepa, que consulte en un diccionario o que le pregunte al profesor).
Que no se preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni siquiera las infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo, y una parentela confusa de la que no hay noticia.
Nada más empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol en árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a todos nos ha permitido…
Hasta que de pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer solo. Desde allí en adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no tiene responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para redondear la frase. Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay sólo una pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.
El río se desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde que nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través, entre extensos olivares, unas veces caminando junto a misteriosos setos vivos cubiertos de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de altos frenos donde había claros tranquilos sin rastro de personas o animales, y alrededor un silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de tallo fresco sangrado como una vena blanca y verde.
¡Oh, qué feliz iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear y era ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita colina redonda como una taza boca abajo.
Se tomó el niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿qué vio? Ni la suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, pese al cansancio.
Y como este niño es especial, como es un niño de cuento, pensó que tenía que salvar la flor. Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo en el río, y ¡estaba tan lejos!…
No importa.
Baja el niño la montaña,
atraviesa el mundo todo,
llega al gran río Nilo,
en el hueco de las manos recoge
cuanta agua le cabía.
Vuelve a atravesar el mundo
por la pendiente se arrastra,
tres gotas que llegaron,
se las bebió la flor sedienta.
Veinte veces de aquí allí,
cien mil viajes a la Luna,
la sangre en los pies descalzos,
pero la flor erguida
ya daba perfume al aire,
y como si fuese un roble
ponía sombra en el suelo.
El niño se durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder en estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y los vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.
Lo recorrieron todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando levantaron los ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera allí.
Fueron todos corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo perfumado, con todos los colores del arco iris.
A este niño lo llevaron a casa, rodeado de todo el respeto, como obra de milagro. Cuando luego pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para hacer una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.
Y ésa es la moraleja de la historia.
Éste era el cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños.
¿Quién me dice que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero mucho más bonita?».
Del cuento también se hizo un corto dirigido por Juan Pablo Etcheverry, con la música de Emilio Aragón e ilustraciones de Diego Mallo y en el que Saramago aportó su voz. Una perfecta adaptación que ha sabido mantener la esencia del cuento. Obtuvo los siguientes premios:
Premio del Público en el Festival del Cuentometraje de Los Silos, Tenerife; Mención Especial en el XIV Festival Corto Ciudad Real 2007; Nominación al mejor cortometraje de animación en los Goya 2008 y Premio al mejor cortometraje de animación en el Festival Contraplano.
¿Y si las historias para niños fueran de lectura obligatoria para los adultos?
¿Seríamos realmente capaces de aprender lo que desde hace tanto tiempo venimos enseñando?
- El gusano de luz sin luz
- La avispa enfadada
- La gaviota y el cormorán
- La hiena que no sabía reír
- La termita que devoraba palabras
- Un mundo sin miedo
la inmaginasion y las ganas de escribir es lo que hace falta a muchas personas que por su complejo e inseguridad no cuentan quisa no un cuento pero si una historia humana y real que han vivido
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