Si tienes hijos, sin duda querrás que no les falte de nada, que puedan disponer de la mejor educación y de los mejores cuidados; que disfruten de todo lo que tú no pudiste disfrutar… ¿Acaso no es esto lo mejor para ellos? No necesariamente.
Para los niños y niñas de mi generación, llegar a casa con las rodillas sucias y con sangre seca era la evidencia de que lo habíamos pasado bien en el parque. Nuestra madre nos mandaba a la ducha y la ropa, a lavar. Así de simple. No hacía falta la supervisión de adultos que montaran guardia para prevenir que alguien nos hiciera mal. Este rito corroboraba que habíamos estado experimentando; socializando; lidiando con los otros niños y niñas del barrio; negociando cromos, canicas y chicles; reclamando con asertividad lo que era nuestro; aprendiendo a compartir y, como el dinero no crecía en los árboles, si no teníamos para comprar algo, nos las ingeniábamos para generarlo y ahorrar. Pocos se quedaban en su casa-búnker.
Hoy sobreprotegemos a los pequeños. Un niño se tiene que ensuciar para aprender a integrarse, se tiene que hacer daño para aprender a cuidar de sí mismo, se la tiene que jugar para aprender a arriesgar, a levantarse, sacudirse el polvo y recomponerse.
El otro factor clave para su crecimiento es que se sientan queridos, no rodeados de cosas. La “ausencia estando presente” del padre/madre o tutor adulto (presencia física, pero ausencia mental y emocional) es tan lesiva para el futuro de niño como una agresión… Y esto no hay PlayStation que lo (sub)sane.
En otras palabras: lo que los niños y niñas necesitan es tiempo. El nuestro. Entre otras cosas para ayudarles a que afloren esas virtudes con las que nacen de fábrica. Hemos de descubrir aquello en lo que los niños despuntan y con lo que disfrutan para proporcionarles los recursos para que expriman esos talentos. Dejemos de condenarles a desarrollar solo los talentos más demandados por el mercado (“estudia algo con salida”; “hazte programador, que ganan una pasta”). Inculcándole esas ideas podrá convertirse, tal vez, en un individuo rico de mayor, pero un individuo que antes o después se preguntará: “Pero ¿qué demonios estoy haciendo con mi vida?”.
Nuestro legado a los pequeños debe ser que tengan autonomía para responsabilizarse de las decisiones que la vida, más pronto de lo que quisiéramos, les pondrá sobre la mesa en forma de problemas y retos.
Los hijos no son de nuestra propiedad. Nuestra misión para con ellos, paradójicamente, es que nos abandonen. Que llegue el día en que, si así lo desean, nos inviten a comer a su casa.
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