En la vida, lo que aparenta ser una pérdida puede ser el dolor necesario previo al alumbramiento de una nueva vida. ¡Cuántos deseos que no fueron concedidos han dado espacio a la manifestación de vidas muy superiores a la imaginada! Por el contrario, lo que aparenta ser un golpe de fortuna puede encerrar un caramelo envenenado.
La vida nos reparte unas cartas en nuestro primer aliento sobre este planeta y nos invita a acercar la silla, a remangarnos y jugar la partida que corresponda. Cada partida es única, diferente. Los jugadores se arremolinan alrededor de la mesa tentados a jugarse lo mínimo posible para ganar el máximo a los demás. Todo podrá valer, incluso las trampas, mientras no sean desenmascaradas. Sin embargo, con la ceguera de un ego desbocado por ganar, pocos se darán cuenta con el tiempo de que realmente no importa el juego ni cuántos jugadores acerquen o separen su silla a un tapete donde caben todos y uno más, pues la partida no es contra los otros.
Es contra uno mismo.
Y cuando comenzamos a dominar una modalidad de juego, el crupier repentinamente cambiará mesa, tapete y baraja, pero nos invitará en silencio a seguir jugando, a continuar arriesgando, ganando o perdiendo/aprendiendo, aunque no tengamos ni la más remota idea de quién diablos ha establecido las reglas de ese dichoso juego.
En el juego de la vida no importa con qué cartas nacemos. Importa cómo jugamos con las que nos han tocado y nuestra destreza en mejorar nuestra mano para ganar o aprender en cada ronda.
Periódicamente, quizá como un guiño o un respiro mientras dure la velada, nuestro discreto crupier nos ofrecerá una partida rápida de nuestro juego favorito o aquel en el que triunfamos hace tiempo, tan solo para terminar de cimentar el viejo aprendizaje, la lección casi olvidada.
Los avatares de la vida compondrían un sinuoso gráfico en un osciloscopio: ni todo lo que va bien irá siempre hacia arriba en esa pantalla fluorescente, ni todo revés será definitivo. Salvo que así lo decidamos y devolvamos las cartas al anónimo repartidor, quien, no obstante, no las reintegrará al mazo: más bien las apartará con cuidada precisión para no mezclarlas con las que no nos corresponden, aguardando pacientemente y en silencio a que aceptemos el reto de no desistir, un día más, un año más, una vida más, en pos de nuestra mejor partida.
Las cartas aguardan sobre la mesa.
- Aceptar las cosas tal como son
- Dios nunca se equivoca
- El poder de la actitud
- El toro enfurecido
- La vida no es justa
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