Había una vez un discípulo que resultaba excesivamente individualista y que por ello consideraba que todas las comunidades espirituales o las escuelas eran innecesarias e incluso absurdas. A menudo se decía: “Si cada uno tiene que conseguir por sí mismo llegar a la iluminación, ¿para qué es necesaria la ayuda de los otros?”.
Un día se entrevistó con un mentor espiritual y le expuso su punto de vista. El mentor dijo:
—Fíjate, amigo mío, precisamente quería proponerte una tarea y así ganarás un poco de dinero que te puede venir muy bien. En mi monasterio hay una roca inmensa que no puedo mover. Me gustaría que alquilases una mula y la cambiaras de sitio.
—Lo haré de sumo agrado. Pero a cambio no quiero ninguna suma de dinero, sino saber si son o no necesarias las escuelas espirituales.
—De acuerdo —convino el mentor—. Cuando hayas acabado el trabajo te contestaré.
El discípulo alquiló la mula e intentó mover la roca, pero era esta tan pesada que el animal no podía con ella. Por esta razón, se decidió a alquilar otra mula, pero los dos animales tampoco lograron acarrearla. Alquiló una tercera y tampoco fue posible trasladar la pesada roca. Finalmente, alquiló media docena de mulas y entre todas sí consiguieron transportar la colosal piedra. Después acudió a visitar al maestro a la espera de la anhelada respuesta. El mentor dijo:
—¿Todavía necesitas una respuesta cuando has tenido que recurrir a media docena de mulas para poder mover la roca que una sola no podía?
Al instante el discípulo comprendió. El mentor agregó:
—Cada persona es su propia vía, pero hasta el más intrépido escalador requiere la ayuda de los otros.
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