En muchas ocasiones nos enteramos tarde del sufrimiento que alguien muy querido ha estado llevando sobre sus hombros. En ese momento sale de nosotros una dulce protesta: “Si me lo hubieras dicho antes, te habría ayudado...”.
Estos comentarios son la mayoría de las veces sinceros, pero revelan hasta qué punto hemos perdido la agudeza sensorial que nos permite descubrir el sufrimiento de otras personas antes de que nos pidan ayuda.
Si yo fuera en una de esas barcas que bajan por los rápidos de los ríos y me cayera al agua, me pondría a pegar gritos para pedir ayuda por si los demás no se hubieran dado cuenta de que yo me había caído.
Esto no ocurre cuando uno siente que se ha caído en medio de las corrientes de la vida.
Avergonzados por la caída, tendemos a replegarnos sobre nosotros mismos, a aislarnos y a no pedir ayuda.
Si a pesar de todo, alguien nos ve, nota algo y nos pregunta, en lugar de decirle lo que nos pasa, solemos responder: Estoy bien, no me pasa nada, muchas gracias por tu interés, hasta luego. “No, gracias, muchas gracias, ya me ahogo yo solito en el río”.
Es muy complicado entender por qué nos cuesta tanto pedir ayuda cuando hay, casi siempre, alguien a nuestro alrededor que nos la podría brindar. Tal vez no sería capaz de ayudarnos a resolver el problema, pero nos escucharía y eso en sí ya puede ser una gran ayuda.
Hemos sido condicionados para avergonzarnos si manifestamos nuestros sentimientos de soledad, nuestra confusión, nuestra pena o nuestro miedo. La vergüenza es una emoción devastadora y mucho más negativa que la culpa pues ésta es un sentimiento por lo que hacemos, mientras la vergüenza la experimentamos por lo que somos.
Hemos hecho una definición tan pobre y lamentable de nosotros mismos que empleamos la mayor parte de nuestro tiempo y de nuestra energía intentando impresionar a los demás con una imagen diferente, con un continuo pretender ser.
Cuando sufrimos, cuando nos sentimos torpes, pequeños y confundidos creemos que los demás van a darse cuenta de que no éramos quienes pretendíamos ser ante sus ojos: seres invulnerables, capaces de controlarlo todo, felices y equilibrados.
Por eso surge esa tendencia a ocultarse, a negar, a disimular. Es algo así como intentar aguantar como sea la fachada de un edificio que por dentro está en ruinas para que los demás sigan pensando que el edificio es maravilloso. Es inimaginable la energía que tenemos que emplear y el desgaste físico e intelectual que nos origina esta obsesión de mantener nuestra fachada. Lo sorprendente es que todavía la mayor parte de los seres humanos no nos hayamos dado cuenta de que, en realidad, el edificio no está en ruinas y que, de hecho, en calidad y hermosura es infinitamente mejor que la fachada que lo tapa.
Todo esto es fruto de un condicionamiento que la humanidad ha sufrido durante muchos siglos, pero este hecho no significa que no tengamos responsabilidad a la hora de cambiarlo.
Es de capital importancia que desarrollemos, por una parte, nuestra agudeza sensorial para detectar quién puede a nuestro alrededor beneficiarse de nuestra ayuda y, por otra parte, que jamás, jamás nadie se avergüence de lo que es. Todos podemos cometer grandes errores y grandes torpezas. Se puede ser duro con la conducta de alguien, pero no atacar a la persona pues el problema se hará aún mayor. Es algo así como echar gasolina al fuego y esperar que el fuego se apague.
Los verdaderos vínculos, la auténtica confianza y la complicidad sana y bella no se fraguan en medio de nuestros éxitos y de nuestros aciertos, sino cuando en nuestras caídas alguien nos da la mano para que nos levantemos.
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