Muchas personas que sufren experiencias amargas recurren de forma automática al silencio con el fin de enterrarlas en el olvido. El inconveniente de esta estrategia es que se arriesgan a reprimirlas en el inconsciente a largo plazo y convertirlas en focos de angustia. Además, al ocultar sus sentimientos, se aíslan de los demás justo cuando más alivio y apoyo solidario necesitan.
Las desdichas deben ser compartidas. Al narrarlas en voz alta organizamos nuestros pensamientos y hacemos más llevaderas las circunstancias y emociones que nos abruman. Por otra parte, nos beneficiamos de las expresiones de empatía y del aliento que recibimos de quienes nos escuchan y si, además, la conversación incluye a personas que han pasado por circunstancias similares a la nuestra, brota en nosotros el sentimiento tranquilizador de universalidad, la sensación de que “no soy el único”.
En todas las culturas, aquellos que se enfrentan a circunstancias adversas buscan conectarse con los demás, y el lenguaje hablado es el mejor medio para conseguirlo. Compartir nuestras preocupaciones en ambientes sociales receptivos estimula en nosotros emociones positivas y, a la larga, fortalece nuestra resistencia a las presiones cotidianas.
Diversos estudios sobre las reacciones de personas que se enfrentan a situaciones angustiosas, revelan que las más expresivas y comunicativas experimentan menos alteraciones en las pulsaciones cardíacas, la presión arterial y en los niveles de cortisol. Estos resultados apoyan la idea de que la comunicabilidad ayuda a neutralizar los efectos dañinos del estrés excesivo.
No cabe duda de que explicar a otras personas las adversidades que se cruzan en nuestro camino nos ayuda a superarlas, además de que nos permite recibir de quienes nos escuchan consejos o posibles fórmulas para aliviar el estrés o la pena que sentimos. Sin embargo, no todos tenemos la misma facilidad para hablar sobre temas dolorosos personales, ni nos sentimos cómodos por igual al expresar o describir lo que sentimos.
La predisposición a compartir intimidades es individual y está condicionada por nuestra personalidad, por experiencias pasadas y por las costumbres sociales. Por eso es importante tener en cuenta que el objetivo de compartir sentimientos penosos es desahogarnos, aliviar temores, poner en perspectiva nuestras emociones y deshacernos de esos secretos venenosos que tanto daño pueden causar a largo plazo.
Diversos estudios sobre este tema muestran que quienes graban en un magnetófono los detalles de sus experiencias traumáticas como si se las estuviesen narrando a un amigo o compartiendo con un terapeuta, organizan e integran en su vida esas experiencias, las superan y se recuperan a nivel físico y mental en pocos días.
Por el contrario, aquellos que se limitan a pensar o a comentarse a sí mismos interiormente las circunstancias penosas que vivieron no mejoran; de hecho, tienden a convertir las imágenes y emociones de las experiencias vividas en pensamientos desorganizados, repetitivos y obsesivos que invaden su mente durante meses.
También los niños pequeños que afrontan adversidades encuentran consuelo cuando personas de su confianza los animan a contar sus miedos, o a representarlos jugando con sus muñecos. El alivio es aún mayor si además estas personas adultas los escuchan con atención, contestan a sus preguntas con palabras claras y sencillas, y refuerzan en los pequeños la idea de que lo que sienten es real y merece consideración y respeto. A los niños les tranquiliza sentir que cuentan con la protección y ayuda de sus padres, familiares o cuidadores en esos momentos en los que el mundo les parece menos seguro que nunca.
En resumen, compartir con personas comprensivas y solidarias las cosas que nos afligen es una estrategia protectora de eficacia probada. El mero acto de transformar sentimientos de ansiedad, tristeza o indefensión en palabras, de explicar en voz alta nuestros miedos y dar sentido a las situaciones confusas nos tranquiliza y nos ayuda a pasar página.
Por el contario, tratar de disimular, reprimir, ignorar, anestesiar y callar cuando nos sentimos abrumados por la incertidumbre y la vulnerabilidad magnifica la angustia y nos predispone a sufrir trastornos depresivos que envenenan nuestra felicidad.
Dice un antiguo proverbio que las palabras son las llaves del corazón. Narrar nuestras experiencias penosas protege nuestra salud mental y física, vigoriza nuestra capacidad para adaptarnos a los cambios y superar las adversidades que irremediablemente nos depara la vida. Contándolas las reciclamos hasta convertirlas en historias comprensibles para uno mismo y para los demás.
Además, al compartir con otros las circunstancias dolorosas que vivimos, nos beneficiamos de las muestras de apoyo y solidaridad que recibimos. Al fin y al cabo, la solidaridad es una fuerza natural muy potente que nos une y promueve sentimientos de seguridad y esperanza, amortigua la angustia que nos causan infortunios y protege nuestra satisfacción con la vida en general.
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