Fuente: “Cuentos afilados en noches extrañas y otras puñaladas” de Bebi Fernández. (Adaptación “Reflexión IV”).
De pequeña clasificaba a la gente por colores. La gente azul me transmitía tranquilidad. Mi madre era naranja, como un amanecer al que no puedes dejar de mirar mientras sonríes. Una vez conocí a alguien morado. Las personas moradas guardan muchos secretos y nunca se sabe qué parte es verdad y qué parte es una coraza de protección. Esto ocurrió mucho antes de saber que yo misma era morada.
Hace algunos años, una compañera me enseñó quiénes eran las personas amarillas: esas personas a las que conoces en un momento de tu vida y que, tras una conversación, o con su recuerdo, o sus consejos, dejan en ti el poso de algo transcendental al que vuelves cuando lo necesitas, aunque, en ocasiones, solo las hayas visto una sola vez y no vuelvas a saber de ellas.
He conocido a personas de muchos colores, incluso a personas de varios —nunca supe si aquel hombre era blanco o negro—, pero lo que tengo claro es que las mejores personas son las que brillan.
Me gusta rodearme de personas que brillan. Hay pocas, pero debido a su esencia, se las avista desde lejos. No es necesario que sean doradas o plateadas o fluorescentes. Brillan en su interior, no por fuera.
Creo que las personas que brillan dejan en nosotros una estela de ese brillo que aporta luz y claridad a nuestra vida, nos transforma y nos llena de visiones nuevas y maravillosas.
Me gustan las personas que brillan. No hay período oscuro o vida apagada que esas personas no puedan ayudar a iluminar.
Quizás podáis reconocerlas por sus gestos, pero, sobre todo, las reconoceréis por los vuestros. Cuando os las encontréis en el camino e incluso cuando se vayan de vuestra vida, tendréis más claro de qué color sois vosotros mismos. Esa es su función: descubrir para enseñar. Aprovechadlas bien y agradeced su luz. Suelen darla sin pedir nada a cambio, pues las personas que brillan lo hacen, precisamente, porque no lo necesitan.
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