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miércoles, 10 de septiembre de 2025

Cuánta tierra necesita un hombre

El clásico escritor ruso León Tolstói (1828-1910), autor de las novelas “Guerra y Paz” (1869) y “Ana Karenina” (1877), es uno de los más eminentes autores de narrativa realista de todos los tiempos. Profundo pensador social y moral, escribió en 1886 el relato “Cuánta tierra necesita un hombre”. Se trata de una parábola sobre la ambición del ser humano. Pajom es un campesino al que ninguna extensión de tierra satisface: cuanta más tiene, más necesita. Al conocer que los habitantes de una lejana región, los bashkirios, le ofrecen tanta tierra como pueda recorrer en un día, no lo dudará e intentará abarcar la mayor cantidad posible…

En esta entrada se incluye una adaptación de la versión que de este cuento editó “Confiar Cooperativa Financiera” (Medellín, 2019).

Érase una vez un campesino llamado Pajom, que trabajaba dura y honestamente para su familia, pero, como no tenía tierras propias, siempre permanecía en la pobreza.

—Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la tierra —pensaba a menudo—, los campesinos morimos como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.

Cerca de la aldea de Pajom vivía una mujer, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que iba a vender sus tierras. Pajom oyó que un vecino suyo iba a comprarle veinticinco hectáreas y que la mujer había aceptado cobrar la mitad en efectivo y esperar un año para cobrar la otra mitad.

—Comprarán toda la tierra y yo me quedaré sin nada —calculó Pajom.

Así que decidió hablar con su esposa.

—Otras personas están comprando y nosotros también deberíamos comprar. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus colmenas; pusieron a trabajar a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre su paga; pidieron prestado el resto a un cuñado y, así, juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pajom escogió una parcela de quince hectáreas que tenía algo de bosque, fue a ver a la mujer e hizo la compra.

Ahora Pajom tenía su propia tierra. Compró semillas a crédito, las sembró y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar las deudas con la que había sido propietaria de las tierras y con su cuñado. Se convirtió, así, en terrateniente, talaba sus propios árboles y alimentaba su ganado con sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba y las flores que crecían allí le parecían diferentes a las de otras tierras.

Un día, estando Pajom sentado en la puerta de su casa, se detuvo un viajero. Pajom le preguntó de dónde venía y el forastero respondió que venía más allá del Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a otra y el hombre comentó que por allí había muchas tierras en venta y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo y tan tupido, que cinco cortes de guadaña formaban una gavilla.

El corazón de Pajom se colmó de anhelo.

—¿Por qué he de sufrir en este agujero —discurrió— si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y con ese dinero comenzaré allí de nuevo y tendré todo lo que siempre he querido.

Pajom vendió su tierra, su casa y su ganado y obtuvo buenas ganancias. Compró muchas tierras de cultivo y pasto y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba. Se mudó con su familia a su nueva propiedad. Lo que había dicho el campesino era cierto y Pajom estaba en mucha mejor posición que antes.

Al principio, Pajom se sentía complacido, pero, cuando se habituó, tampoco allí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo y arrendó más tierras por tres años. Fueron años de buenas cosechas y Pajom pudo ahorrar dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

—Si todas estas tierras fueran mías —pensó— sería independiente y no sufriría incomodidades.

Un día, pasó por sus tierras un corredor de bienes inmuebles y le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirios, donde había comprado seiscientas hectáreas por solo mil rublos.

—Simplemente debes hacerte amigo de los jefes —le dijo—. Yo les regalé vestidos, alfombras, una caja de té y vino y la compra de la tierra fue una ganga.

—Vaya —consideró Pajom—, allí puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.

Pajom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros obsequios, tal y como el vendedor les había aconsejado. Continuaron hasta recorrer más de quinientos kilómetros y al séptimo día llegaron al lugar donde los bashkirios habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pajom, se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pajom sacó los presentes de su carromato, los distribuyó y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron buscar y le explicaron a qué había ido el forastero.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo:

—De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

—¿Y cuál será el precio?

—Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pajom no comprendió.

—¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

—No sabemos calcularlo —dijo el jefe—. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo por mil rublos.

Pajom quedó sorprendido.

—Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra —dijo.

El jefe se echó a reír.

—¡Será toda tuya!, pero con una condición: si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

—¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

—Iremos a cualquier lugar que gustes y nos quedaremos allí. Desde ese sitio emprenderás tu viaje llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pajom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té y, así, llegó la noche. Le dieron a Pajom una cama y se dispersaron prometiendo reunirse a la mañana siguiente y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pajom se acostó, pero no pudo dormir. No dejaba de pensar en su tierra.

—¡Qué gran extensión marcaré! —imaginó—. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos. Yo escogeré las mejores y las trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos ponernos en marcha. Se levantó, despertó al criado, que dormía en el carromato, le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirios.

—Es hora de ir a la estepa para medir las tierras —indicó.

Los bashkirios se levantaron y se reunieron. También acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss y ofrecieron a Pajom un poco de té, pero él no quería esperar.

—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirios se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pajom iba en su carromato con el criado y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, apeándose de carros y caballos, subieron a una loma. El jefe se acercó a Pajom y extendió el brazo hacia la planicie.

—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pajom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, llana como la palma de la mano, negra como semilla de amapola y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

—Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pajom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

—Iré hacia el sol naciente —dijo al fin—.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

—No debo perder tiempo —pensó—, pues es más fácil caminar mientras todavía hace fresco.

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pajom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó y, ahora que había vencido el entumecimiento, apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol con la gente encima. Calculó que había caminado cinco kilómetros. Había subido la temperatura; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha.

—Todavía es demasiado pronto para virar —se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

—Seguiré otros cinco kilómetros —calculó— y luego giraré a la izquierda. Este lugar promete tanto, que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.

Siguió derecho por un tiempo y cuando miró alrededor, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas.

—He avanzado bastante en esta dirección —pensó—. Es hora de girar. Además, estoy sudando y muy sediento.

Se detuvo, cavó un pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua, giró a la izquierda y continuó la marcha.

Hacía mucho calor y Pajom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

—Bien —se dijo—, debo descansar.

Se sentó, comió pan y bebió agua. Después de estar un rato sentado, siguió andando y, aunque tenía sueño, continuó y pensó: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.

Avanzó un largo trecho en esa dirección y ya iba a girar de nuevo a la izquierda, cuando vio un fecundo valle.

—Sería una pena excluir ese terreno —juzgó—. El lino crecería bien aquí.

Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Miró hacia la loma. El aire estaba brumoso por el calor y apenas se veía a la gente de la loma.

—Los lados son demasiado largos —pensó—. Este debe ser más corto.

Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte. Aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado y estaba a quince kilómetros de su meta.

—Aunque mis tierras queden irregulares —advirtió—, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado y ya tengo gran cantidad de tierra.

Entonces cavó un pozo deprisa.

Con dificultad, echó a andar hacia la loma. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas, pero no podía descansar para llegar antes de ponerse el sol.

—¡Cielos! —se recriminó—. ¿Qué pasará si llego tarde?

Miró hacia la loma y hacia el sol. El sol se aproximaba al horizonte y todavía estaba lejos de la meta.

Con mucha dificultad, siguió caminando apurando el paso. Arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra y conservó sólo la azada que usaba como bastón. Finalmente, se echó a correr.

—¡Ay de mí! —clamaba para adentro—. He deseado mucho y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.

Continuó corriendo. La camisa y los pantalones, empapados en sudor, se le pegaban a la piel y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón latía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran.

Aunque temía morir por el agotamiento, no podía detenerse y siguió corriendo. Al acercarse oyó que los bashkirios gritaban. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El sol casi rozaba el horizonte, pero Pajom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, el dinero y al jefe, riendo a carcajadas, sentado en el suelo.

Cuando llegó a la loma miró al cielo. ¡El sol se había puesto! Pajom dio un alarido.

Pensó que todo su esfuerzo había sido en vano, pero oyó que los bashkirios aún gritaban y recordó que, aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Llegó a la cima, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

—¡Vaya, qué sujeto tan admirable! —exclamó el jefe—. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pajom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pajom estaba muerto!

Los bashkirios chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada, cavó una tumba para Pajom y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.


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