Somos de las primeras generaciones de padres y madres decididos a no repetir con los hijos/as los mismos errores que pudieron haber cometido nuestros progenitores.
Hemos querido abolir los abusos del pasado y somos los más comprensivos, pero, a la vez, los más débiles e inseguros que ha dado la historia.
Estamos lidiando con unos niños beligerantes y poderosos como nunca existieron.
Parece que en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro. Así que, somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres regañados por nuestros hijos.
Los últimos que le tuvimos miedo a nuestros padres y los primeros que tememos a nuestros hijos. Los últimos que crecimos bajo el mando de los padres y los primeros que vivimos bajo el yugo de los hijos.
Lo que es peor, los últimos que respetamos a nuestros padres y los primeros que aceptamos que nuestros hijos no nos respeten.
En la medida que el permisivismo reemplazó al autoritarismo, los términos de las relaciones familiares han cambiado de forma radical para bien y para mal.
Antes se consideraban buenos padres a aquellos cuyos hijos se comportaban bien, obedecían sus órdenes y los trataban con el debido respeto. Y buenos hijos a los niños que eran formales y veneraban a sus padres, pero a medida que las fronteras jerárquicas entre nosotros y nuestros hijos se han ido desvaneciendo, hoy los buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque los respeten poco.
Son los hijos quienes ahora esperan el respeto de sus padres, entendiendo por tal que les respeten sus ideas, sus gustos, sus apetencias, sus formas de actuar y de vivir y que además les patrocinen lo que necesitan para tal fin.
Los roles se han invertido y ahora son los padres quienes tienen que complacer a sus hijos para ganárselos.
Esto explica el esfuerzo que hoy hacen tantos padres y madres por ser los mejores amigos de sus hijos y parecerles “muy cool”.
Los extremos se tocan: si el autoritarismo del pasado llenó a los hijos de temor hacia sus padres, la debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al vernos tan débiles y perdidos como ellos.
Los hijos necesitan percibir que durante la niñez estamos a la cabeza de sus vidas como líderes capaces de sujetarlos cuando no se pueden contener y de guiarlos mientras no saben para dónde van.
El autoritarismo aplasta, pero el permisivismo ahoga. Sólo una actitud firme y respetuosa les permitirá confiar en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas mientras sean menores, porque vamos adelante liderándolos y no atrás cargándolos y rendidos a su voluntad.
Es así como evitaremos que las nuevas generaciones se ahoguen en el descontrol y hastío en el que se está hundiendo la sociedad que parece ir a la deriva, sin parámetros, ni destino.
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