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domingo, 17 de abril de 2011

El renegado

Historia para despertar


La historia titulada “El renegado” está incluida en el libro “Mágica fe” del escritor, investigador y periodista español Juan José Benítez.

«¿Qué hago yo aquí?

Yo, que no creo en santos, vírgenes ni cristos de madera policromada...

Yo, que defiendo la imagen sin imagen de un Dios...

Yo, que he aprendido a no “pedir”...

¿Qué hago arrodillado, dolorido, humillado y avergonzado ante el amor?

La culpa —bendita culpa— fue de Julio Marvizón Preney.

¿Por qué tuvo que contarme aquella historia?

Un nuevo “enredo” de la “nave nodriza”, supongo...

Todo empezó, como digo, con aquella historia.

...Corría el año del Señor de 1965.

Protagonista: un vecino de la ciudad de Sevilla. Un ex futbolista profesional y de “campanillas” —matizó Julio—. Un “tío legal”.

Pues bien, este ciudadano, hermano de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, tenía una hija. Y enfermó gravemente.

Y ocurrió que este gran devoto del Señor de Sevilla acudió, día sí y día también, a la parroquia de San Lorenzo, rogando por la curación de su pequeña.

Pero la niña falleció.

Y desesperado, fuera de sí, renegó del Gran Poder.

—No quiero volver a verlo. Si desea algo de mí —sentenció— que venga a verme. Ya sabe dónde vivo...

Y sucedió que, algún tiempo después, Nuestro Padre Jesús fue sacado de su capilla. No se trataba de la tradicional estación de penitencia, en Semana Santa, sino de una “salida”, podríamos decir, al margen del calendario oficial. Algo así como una “escapada” del Nazareno, tan excepcional como pura y simplemente devocional. Concretamente, al barrio de Nervión.

La comitiva, escoltada por numerosos hermanos, alcanzó hacia el mediodía el sanatorio que lleva el nombre del Gran Poder. Los cofrades de mostraban inquietos. El cielo —negro y oro— no inspiraba confianza.

No se equivocaron. A la media hora comenzó a llover. Y el entonces hermano mayor de la cofradía, el vizconde de Dos Fuentes, ordenó marchar a toda prisa, buscando “refugio” en la parroquia de Santa Teresa.

Pero la lluvia arreció. Y a la altura de la plaza de la Inmaculada Concepción, los alarmados cofrades optaron por una solución “in extremis”.

Allí mismo se presentó la solución:

Las puertas de un garaje.

Y buscando, por encima de todo, la protección de Nuestro Padre Jesús, alguien golpeó con fuerza dichas puertas.

Y una voz clamó desde el interior:

—¿Quién es?

Y alguien replicó con energía desde el exterior:

—¡El Gran Poder!

Y aquel hombre, al abrir, se encontró de cara con el Señor de Sevilla.

“...Que venga a verme. Ya sabe dónde vivo...”

“Aquel hombre, como habrás imaginado, era el renegado...”.

Nadie supo el fuerte impacto que causó en mí el relato de este suceso. Ahora creo saber por qué...

Y la Providencia siguió “tejiendo y destejiendo”.

Meses más tarde, merced a las buenas artes de Julio Marvizón, tuve el privilegio de hablar sobre la pasión y muerte de Jesús de Nazaret en la basílica del Divino Salvador, también en Sevilla.

(Los hilos de la Providencia...)

Fue entonces cuando lo conocí.

Pero antes, en la penumbra del templo, ocurrió “algo” que no supe explicar.

Al principio, mejor dicho, durante la totalidad de la charla, ni siquiera lo vi. Es más, aunque Julio seguramente me había hablado de Él, mi preocupante despiste lo borró. Y sin embargo estaba allí, a mi izquierda.
Excepcionalmente a mi izquierda.

El caso es que “algo” me invadió. Una implacable “fuerza” se apoderó de mí y las palabras —desobedeciendo inteligencia y voluntad— brotaron como un géiser y por la “línea de alta tensión” de los sentimientos.

Ahora creo saber también de dónde procedía aquella poderosa y benéfica fuerza...

Y al concluir, Julio, con cara de “tornillo transmisor”, me condujo feliz hasta la pequeña capilla de la Virgen de las Aguas, donde iba a ser desarmado de mis supuestas “férreas creencias”.

E hizo las “presentaciones”:

—Aquí, el Cristo del Amor. Aquí, un amigo...

Y tampoco sé explicarlo. Tampoco sé que sucedió. Tampoco sé que me sucedió.

“El Cristo del Amor”.

El más bello título para el más bello Cristo.

¿Fue eso? ¿Fue el título?

No lo sé...

Y durante unos segundos —¿una eternidad?— quedé fuera de “combate”.

¿Qué pudo ser?

¿La resignación? ¿La dulzura infinita de aquellos ojos, “causalmente” fijos en aquel atormentado buscador de la Verdad?

¿Qué fue?

¿El dolor aballestado, atomizado, colgando, resistiendo y clamando en aquel cuerpo?

¿Qué fue?

¿La cabeza, coronada de inocencia, inclinada precisamente hacia el menos inocente de los mortales?

¿Qué fue?

¿Las “potencias” del Amor? ¿Sus ochenta y un rayos, como una señal, como el anuncio del “sé valiente, mañana vivirás”?

¿Qué fue?

¿El pelícano —símbolo del máximo Amor—, abriéndose las entrañas para alimentar a sus crías?

¿Qué fue?

¿El mudo reproche del Amor ante mi desamor?

No lo sé...

Sólo sé que, desde entonces, sé dónde está el Amor.

Y la Providencia siguió “tejiendo y destejiendo”.

Pero ¿qué hago yo aquí?

Yo que no creo en santos, vírgenes ni cristos de madera policromada...

Yo, que defiendo la imagen sin imagen de un Dios...

Yo, que he aprendido a no “pedir”...

Yo, de pronto, un buen día, me sorprendí a mí mismo a los pies del Amor...“pidiendo”.

Yo, pidiendo al Amor unas migajas de amor...

Y esa súplica fue renovada visita tras visita.

Y así, año tras año.

Pero el Amor —desde mi proverbial “miopía”—, no cumplió.

Y al igual que el ex futbolista sevillano, decepcionado, renegué del único Cristo que había logrado emocionarme.

—Si deseas que nos veamos —le dije y me dije—, ven tú a verme...

Y la Providencia siguió “tejiendo y destejiendo”.

Hasta que un Sábado Santo, un inolvidable y fulminante 18 de abril de 1992, paseando por Sevilla, fui a desembocar —aparentemente por “casualidad” (?)— en la calle de Argote de Molina.

Y de pronto, al fondo, como uno más en el llamado Santo Entierro Grande, distinguí la silueta negro-dulzura del Crucificado. Del que había sido mi Cristo favorito.

¿Cómo era posible?

Tenía que haber un error.

El Amor sale a la calle en la tarde del Domingo de Ramos. Nunca en otra fecha.

Y el Amor —aballestado, atomizado, resignado y sublimado— fue a pasar, lento y racheado, frente al renegado.

Y el Amor pasó y se “quedó”.

“...Ven tú a verme...”.

Julio Marvizón terminaría despejando mis últimas y estúpidas dudas:

—Hacía sesenta y nueve años que el Amor no pisaba las calles sevillanas, fuera de la acostumbrada estación de penitencia del Domingo de Ramos.

¡Sesenta y nueve años!

Y ese 18 de abril de 1992 —por “casualidad” (?)— el renegado estaba allí...

“...Ven tú a verme...”.

¿Qué hago yo aquí?

Yo, que no creo en santos, vírgenes ni cristos de madera policromada...

Yo, que defiendo la imagen si imagen de un Dios...

Yo, que he aprendido a no “pedir”...

Yo, un renegado...

Yo, dolorido, humillado, y avergonzado, caí a los pies del Amor...

Y volví a “pedir”.

“Pedí” perdón.

Perdón al Amor por tanto desamor...».


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