Cierto día, un leñador, al prepararse para salir a trabajar, no encontraba su hacha. Buscó por todas partes en vano. Trató de recordar dónde la había dejado el día anterior. Únicamente recordó que el niño del vecino le estuvo observando mientras él partía leña en el patio. Se le ocurrió que el hacha podía haberla robado el muchachito. Mientras seguía buscando infructuosamente en las habitaciones, crecía su sospecha. Cuando removió en vano los trastos de había en el patio, se sintió seguro de su conjetura.
—Sí, seguro que ha sido él —se dijo—. Me estuvo observando hasta que terminé el trabajo.
Incluso pudo imaginarse cómo entró el niño sigilosamente en su patio y se llevó el hacha corriendo. Justo en ese instante, el presunto ladrón se asomó por la tapia que separaba los dos patios, preguntándole:
—¿Va a cortar leña otra vez?
El leñador le miró con profundo resentimiento, tratando de interpretar el doble sentido del pequeño diablo.
—Sí. Ojalá pudiera cortar también las manos de ese ladronzuelo.
Al oír estas palabras, el chico desapareció asustado tras la tapia, de lo cual dedujo el leñador que aquél se había sentido aludido.
Desde ese momento, el dueño del hacha siempre observaba el comportamiento del niño. Le parecía que su sigilosa manera de andar, su huidiza mirada y su titubeante voz revelaban, indudablemente, su culpabilidad y su condición de ladrón. La sospecha creció, se consolidó y se convirtió en una categórica certeza. ¡Ha sido él! Conforme iba transcurriendo el tiempo, el hombre veía al niño cada vez más como un ladrón, percibiendo en su comportamiento indicios de que había hurtado el hacha.
Pero un buen día, por pura casualidad, descubrió su hacha en el sitio menos pensado, aunque era el más lógico: dentro del montón de leña cortada. Se acordó repentinamente de que la había dejado allí olvidada. A partir de ese momento, el niño le pareció totalmente distinto. Ni en su forma de andar, ni en su mirada, ni en su voz encontraba nada raro. Era un niño simpático, sincero y completamente normal en su conducta.
El recelo, la desconfianza y las sospechas infundadas son obstáculos que frustran la capacidad de amar. Todos tendemos a ver lo que queremos o tememos ver. Hay que desplegar confianza en los demás y no dejar que nuestro corazón se enturbie o indisponga con resquemores que nos roban la paz interior y nos distancian de los seres queridos.
- Confía en tu intuición
- Confianza
- El oso del Puente del Arco Iris
- Generar confianza
- Las expectativas
Si la intención es compartir lo que se ha sembrado, abundante sera la cosecha y para todos alcanzara.
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