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viernes, 13 de septiembre de 2019

Los Diez Mandamientos


Fuente: “Déjame que te cuente…” de Jorge Bucay.

Sucedió que, un día, en las puertas del cielo, se reunieron unos cuantos cientos de almas, que eran las que anidaban en los hombres que habían muerto ese día.

San Pedro, supuesto guardián de las puertas de entrada al Paraíso, ordenaba el tráfico.

—Por indicación del “Jefe” vamos a formar tres grandes grupos de huéspedes a partir de la observación de los diez mandamientos.

El primer grupo, con aquellos que hayan violado todos los mandamientos por lo menos una vez.

El segundo grupo, con aquellos que hayan violado por lo menos uno de los diez mandamientos una vez.

Y, el último grupo, que suponemos que será el más numeroso, con aquellos que jamás en su vida hayan violado ninguno de los diez mandamientos.

Bien —siguió san Pedro—. Los que hayan violado todos los mandamientos, pónganse a la derecha.

Más de la mitad de las almas se puso a la derecha.

—Ahora —exclamó—, de los que quedan, aquellos que hayan violado alguno de los mandamientos pónganse a la izquierda.

Todas las almas que quedaban se desplazaron a la izquierda. Bueno, casi todas…

De hecho, todas menos una.

Quedó en el centro un alma que había sido un buen hombre. Durante toda su vida había recorrido el camino de los buenos sentimientos, de los buenos pensamientos y de las buenas acciones.

San Pedro se sorprendió. Solamente un alma quedaba en el grupo de las mejores almas.

De inmediato, llamó a Dios para notificárselo.

—Mira, el asunto es así: si seguimos el plan original, ese pobre hombre que se ha quedado en el centro, en lugar de beneficiarse por su beatitud, se va a aburrir como una ostra en la soledad más extrema. Me parece que tendríamos que hacer algo al respecto.

Dios se levantó ante el grupo y dijo: “Aquellos que se arrepientan ahora, serán perdonados, y sus fallos, olvidados. Los que se arrepientan pueden volver a reunirse en el centro, con las almas puras e inmaculadas”.

Poco a poco, todos empezaron a moverse hacia el centro.

—¡Alto! ¡Injusticia! ¡Traición! —gritó una voz. Era la voz del que no había pecado—. ¡Así no vale! Si me hubieran avisado de que iban a perdonar, no habría desperdiciado mi vida…


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