Mi padre trabajaba muchas horas al día para poder sacar a su familia adelante. Por su profesión, era maestro confitero, los días de fiesta, cuando la gente consume más dulces de todo tipo, eran los que más trabajo tenía. Tened en cuenta que, antes, estos productos eran totalmente artesanales, sin conservantes, y no se sometían al proceso de congelación.
Era poco el tiempo que podía dedicar a sus hijos. Por eso, entre mis mejores recuerdos están aquellos momentos en los que, con apenas cuatro años, jugaba a ser peluquera y se convertía en mi mejor “cliente”. Con una paciencia infinita se dejaba sobar y peinar el pelo, una y otra vez, para delante, para atrás, con la raya de un lado o del otro... Por entonces, yo esperaba, cada tarde, sentada en un escalón, dos casas más abajo de la mía, su regreso del trabajo y, aunque me moviera el “dudoso desinterés” por las golosinas que me traía, la “estampa” era, sin lugar a dudas, sumamente tierna.
En realidad, pudimos tener una relación más estrecha, tras su jubilación, los últimos veinte años de su vida. Entonces, igual que cuando era niña, disfrutaba viendo cómo, en ocasiones, cuando recibía la visita de sus nietos, se ausentaba del cuarto de estar y regresaba disfrazado, hecho un fantoche, para “asustarlos” y provocar sus risas.
A él le gustaba contarnos sus viajes, correrías y anécdotas de juventud y hablarnos de sus amigos, todos grandes, y de las personas, todas importantes, que había conocido. Invariablemente, terminaba diciendo: “De eso han pasado ya, por lo menos, veinte años… (breve silencio) o más…” o “de eso han pasado ya, por lo menos, cuarenta años… (silencio algo más largo) o más…”. Siempre tuve la sospecha de que mi padre tenía la memoria fragmentada en lo que, por entonces, me parecían “largos” ciclos de veinte años. Ahora sé, a golpe de vida, que no de tango, que veinte años no son nada… Hoy hace veinte años que murió.
Fuentes: “Amor” de Álex Rovira y “Cuentos para reparar alas rotas” de Nekane González y Virginia Gonzalo.
A mi padre
Tengo tres maneras de amarte: el respeto, la admiración y el profundo afecto que siento por ti. Los tres me llevan a redescubrirte cada día.
El gran vínculo de afecto, ya elegido, que me une a ti, te ha convertido en un espejo excelente en el que mirarme porque me devuelve el reflejo de mi interior: de mis pensamientos, de mis sentimientos, de mis actitudes y de mis conductas. Tú eres el que, cada día, me hace aprender y mejorar.
Antes de poder mirarme en tu espejo, necesité tiempo para reflexionar, porque el amor no solo tiene que ser sentido, debe ser reflexionado. Estimulé mi memoria para no idealizar nuestra relación. Te recuerdo tal como eras. No quise quitarte un solo defecto ni añadirte ninguna virtud y no olvidé nada de lo que me hizo daño, pero usé el hilo que cose cualquier herida emocional: el agradecimiento.
Puse en la cuenta del amor los pros y los contras que fuiste en mi vida. Tu alegría, humor, sencillez, naturalidad, franqueza, simpatía, sensibilidad, delicadeza, lealtad, honradez, honestidad, generosidad… volcaron la balanza y te convertiste, así, en mi inspiración, primero, y en mi maestro después.
Hoy quiero “acariciarte” con una de las formas más bonitas que conozco: agradeciendo y valorando todo lo que has contribuido a ser quien soy.
Tengo que darte las gracias por estar cerca de mí.
Gracias por acompañarme en mi viaje.
Gracias por amarme.
Gracias por decirme que me amabas.
Gracias por valorarme.
Gracias por creer en mí.
Gracias, por tanto.
Gracias siempre.
- El poder de la gratitud
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- Una lección de amor
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