“Cada vez que te recuerdo, te recuerdo dulcemente, con cariño y con respeto, con amor y admiración…” Es la letra de una canción de Juan Gabriel y es lo que quiero decirle a mi padre porque mañana, día 17 de junio, hará once años de su muerte.
Mi padre fue un hombre bueno y con esto, ya está casi todo dicho.
Fue un hombre culto que apenas tuvo oportunidad de estudiar. Culto por lo que fue y por cómo fue. Me refiero a la cultura que se adquiere por vías respiratorias y por vías lácteas, es decir, la que se respira y se mama.
De sutil intuición, conocía a fondo a las personas que le rodeaban. Sabía escuchar y, sobre todo, callar.
Inteligente, trabajador, honrado y honesto era, además, comprensivo, simpático y generoso.
Mi padre fue un gran maestro confitero. Algún día hablaré de su profesionalidad y dejaré alguna de sus recetas que, manuscritas, guardo celosamente.
La vida fue muy dura con él y tuvo que hacer frente a dolorosas pérdidas de seres queridos. La peor, sin duda, la de un hijo.
De una sensibilidad exquisita, no supo, no pudo o no quiso plantar cara a una vida que tanto dolor le había producido y se convirtió en una persona frágil, con muchas debilidades.
Alegre, a pesar de todo, tenía un gran sentido del humor y disfrutaba con todo lo bello.
Tras su muerte, al recopilar sus pertenencias, caí en la cuenta de lo poco que necesitó para vivir. Para él, su gran riqueza éramos su familia.
Nos dejó siendo consciente de que se moría y se despidió de todas y cada una de las personas a las que amaba. Se fue diciéndonos que nos quería.
Tras el dolor de su muerte, me queda el bálsamo del recuerdo dulce de mi padre que me hace emerger la gratitud y una sonrisa.
La cicatriz sigue estando, pero la herida ya se ha cerrado.
“En mi mente vives siempre y en mi mente vivirás porque tú eres el recuerdo que jamás quiero olvidar…”.
- Envejer con confianza
- Coleccionar buenos recuerdos
- Gracias
- Las palabras de elogio y ánimo
- Una lección de amor
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