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miércoles, 30 de octubre de 2024

Sobre la vejez y la muerte

Un fragmento de la historia más grande jamás contada.

Fuente: “Belén. caballo de Troya 12” de Juan José Benítez.

En un proyecto secreto, dos pilotos de la USAF (Fuerza Aérea Norteamericana) viajan en el tiempo al año 30 de nuestra era a la provincia romana de Judea (actual Israel) para, aparentemente, seguir los pasos de Jesús de Nazaret y comprobar, con el máximo rigor, cómo fueron sus últimos días.

Jasón y Eliseo, responsables de la exploración, viven paso a paso las terroríficas horas de la llamada Pasión y Muerte del Galileo. Pero algo falló en el experimento y la operación Caballo de Troya fue repetida.

Fascinado por la figura y el pensamiento de Jesús de Nazaret, Jasón toma la decisión de acompañar al Maestro durante su vida pública, dejando constancia de cuanto vio y oyó. Eliseo le secunda, pero por unas razones que mantiene ocultas. Para ello deben actuar al margen de lo establecido oficialmente por Caballo de Troya y, aunque sus vidas se hallan hipotecadas por un mal irreversible, consecuencia del propio experimento, Jasón y Eliseo se arriesgan a un tercer “salto” en el tiempo, retrocediendo al mes de agosto del año 25 de nuestra era. Buscan a Jesús y lo encuentran en el monte Hermón, al norte de Galilea. Permanecen con Él durante varias semanas y asisten a un acontecimiento trascendental en la vida del Hijo del Hombre: en lo alto de la montaña sagrada, Jesús “recupera” su divinidad y es un Hombre-Dios.

En abril del año 27, el Sanedrín ordenó la caza y captura de Jesús de Nazaret. El Maestro y su grupo se vieron obligados a huir.

En septiembre de ese mismo año, se encontraban en el monte Gilboá, cerca del poblado conocido como Gelbus. Hasta allí llegaron los discípulos de Juan el Bautista, que estaba encarcelado, para debatir y ponerse de acuerdo en asuntos como qué rezar y en qué postura, cómo bautizar, elección del líder, Juan o Jesús, que conduciría los ejércitos de liberación… Jesús nunca participó en aquellas inútiles discusiones en las que jamás lograron ponerse de acuerdo.

El día 21 de septiembre, estando los discípulos enfrascados en estas reuniones, Jesús se dispuso a viajar en solitario y pidió a Jasón, el mayor de la USAF responsable de la operación “Caballo de Troya”, que le acompañara. En el camino Jesús le habló de la “Ley del contrato”.

Hacia las nueve horas del día 22 observaron una nube rojiza: una plaga de langostas conocidas como “gregrarias” que arrasaban con todo. Atravesando la nube, llegaron a la aldea de Salem, cerca de la Perea, donde fueron amablemente acogidos, mientras duró la plaga, en la casa de un matrimonio anciano, Abá Saúl y su esposa Jaiá, que, años atrás, habían cuidado a Jasón cuando sufrió una grave amnesia.

Abá Saúl era un hakam, la máxima dignidad entre los expertos de la Ley y formaba parte de un reducido grupo de iniciados —los melquisedec—, que creían en un Dios amor.

Fueron nueve días inolvidables donde se hablaron, entre otros temas, de Melquisedec o Príncipe de la Paz y de Lucifer.

Para esta entrada, he seleccionado el fragmento que trata de la vejez y la muerte.

«Tras la cena, Abá Saúl preguntó directamente al Hijo del Hombre:

—Tú hablas del Padre Azul… Nosotros, los melquisedec, hablamos del Altísimo… Entiendo que tú y yo estamos hablando del mismo Dios, bendito sea su nombre…

Jesús asintió con la cabeza.

—…Tú hablas de un Dios amoroso — continuó el anciano— y nosotros también. Pero, entre tú y nosotros, hay una enorme diferencia…

“Claro —pensé— Él es un Dios. Él es nuestro Creador…”.

Pero Abá Saúl pensaba en otro asunto…

—Tú no temes a nada… Nosotros, en cambio, tememos a la vejez, a la soledad, y, sobre todo, a la muerte.

El Galileo se apresuró a preguntar al hakam:

—¿Por qué? ¿Por qué teméis a la vejez?

Jaiá habló valientemente, como siempre.

—La vejez es oscuridad… Todo, a nuestro alrededor, se apaga.

Abá Saúl tomó las manos de su esposa y las besó dulcemente.

Jesús negó con la cabeza y proclamó:

—Debería ser al revés… al final de la vida todo se enciende, todo se comprende, todo se perdona, todo se espera… El final de la vida es luz. Una luz nueva y prometedora. Estamos más cerca del “regreso” a nuestra verdadera casa. ¡Alegraos!... Al final de la vida, el alma se ha llenado… ¡No temáis!... Es el momento de recoger.

—Pero, ¿por qué tenemos que envejecer?

El Maestro miró a Jaiá con dulzura, y le dijo:

—Es lo establecido. El la Ley. Es la sabiduría del Padre Azul… Has experimentado. Has vivido. Tu cuerpo demanda un final. No sería bueno que continuaras así, indefinidamente. Mereces algo especial y glorioso. Algo nuevo y nuevamente joven. Esa nueva forma corporal, que te fascinará, te espera tras el dulce y benéfico sueño de la muerte.

—Pero la vejez —insistió Saúl— borra la memoria…

El maestro hizo otra revelación:

—No importa que la borre… La nitzutz (la chispa divina que nos habita) vigila para que la memoria no desaparezca. Ella, la chispa, copia tus recuerdos…

Esta vez fui yo quien preguntó:

—¿La nitzutz hace copia de la memoria?

Jesús sonrió, divertido. Y asintió con la cabeza, en silencio.

¡Vaya!... Eso era nuevo para mí. Pase lo que pase, las memorias permanecen intactas. Me pareció una medida muy prudente por parte del Padre Azul. Después, ya en los mundos MAT, las memorias se incorporan al nuevo cuerpo.

—La vejez aísla… —insistió la anciana.

El rabí no le permitió continuar:

—La vejez aísla, sí, pero a tu favor… Y la vejez te aísla para que pienses, necesariamente, en la muerte.

—No quiero pensar en eso —protestó Jaiá—. No quiero…

—Pues debes hacerlo —recomendó Jesús—. Debéis hacerlo… Eso es la vejez: intuir que la muerte está muy cerca…, y que no es nada.

—Pensar en la muerte… —musitó Abá Saúl—. ¿Y que gano con eso?

—La muerte —replicó el Galileo— es el negocio de tu vida… ¿Merece la pena que te entrenes para ese negocio decisivo? ¿Merece la pena que pienses en ella, al menos una o dos veces al día?

Jaiá intervino, curiosa:

—¿Y qué se supone que debo pensar?

Jesús fue directo:

—Piensa, por ejemplo, que la muerte es un simple y benéfico sueño… Nada más. Piensa que morir significa iniciar… Emprender una vida nueva que no termina… Piensa que seguirás viva… Piensa que entrarás en el reino del AMOR, por fin… Piensa que, al “otro lado”, te espera una felicidad que no puedes imaginar… Piensa que, al morir, te reunirás, temporalmente, con tus seres queridos, ya fallecidos… Piensa que la muerte es el inicio de otra aventura, la definitiva… Piensa en la muerte como algo necesario y bello.

El rabí hizo una pausa y contempló a sus amigos. Jaiá estaba perpleja. ¿De dónde sacaba el Galileo aquella seguridad a la hora de hablar? Abá Saúl asentía en su corazón.

Pero el anciano no pudo resistir la tentación y planteó la pregunta capital:

—¿Quién eres en verdad?

El Maestro fue rápido y sincero:

—Soy un enviado, como lo fue tu admirado Melquisedec… Estoy aquí para sembrar la esperanza. El mundo no está perdido. Alguien os ama. Llegará el día en el que encontraréis de nuevo el camino de la vida y de la luz.

Y terminó con otra de sus palabras favoritas:

—¡¡Confiad!!

Todo eso está muy bien —reconoció Abá Saúl— pero sigo teniendo miedo…

Jesús preguntó:

—Cuando te dispones a dormir, ¿te acuestas tranquilo?

Saúl dijo que sí.

—¿Y no comprendes que dormir es morir cada noche?

—¿Cómo es eso?

—El Padre Azul, os lo dije, es genial… Y nos entrena cada noche para morir. Eso es el sueño.

Jaiá aplaudió al Hijo del Hombre.

Y Jesús preguntó al hakam:

—¿Cuántos años tienes?

—Ochenta y uno —replicó Saúl.

—Pues bien —simplificó el Galileo—, El Padre Azul lleva ochenta y un años entrenándote para morir… Y lo hace cada noche. Deberías estar agradecido… Más aún: tener miedo a morir es un insulto al buen Dios.

Abá Saúl bajó los ojos. El Maestro tenía razón, toda la razón.

—Y tú —terció la anciana—, ¿no temes a la soledad?

Jesús la miró con ternura. Y replicó:

—Nunca estoy solo…

Pero, al instante, rectificó.

—Nunca estamos solos…

Llevó el dedo índice izquierdo a la sien y recordó:

—Él, el Padre Azul, vive en tu mente desde que cumpliste los cinco años de edad. Él sabe de ti mucho más que tú misma. Él escucha tus lamentos antes de que los pronuncies. Él te guía en silencio sin que tú lo sepas. Él te da las respuestas que necesitas en cada instante. Él consuela sin palabras. Él está a tu lado en lo bueno y en lo malo. Él es el silencio, la música y la voz de tu amado. Él espera de ti mucho más de lo que supones. Él es el piloto infalible que te guía hacia el AMOR. Él es tu gran tesoro…

—Dime —intervino Jaiá—, ¿alguien vive sin la nitzutz (la chispa)?

El Maestro respondió con algo que no entendí bien:

—Solo algunos seres humanos, muy pocos, no necesitan la nitzutz. Su misión es otra… El resto, la mayoría, es habitado por la chispa divina…, obligatoriamente.

—¿También los desalmados? —requirió Saúl.

—Todos. Pobres, ricos, esclavos, mujeres, ancianos, ciegos o paganos. Todos reciben la bendición de los cielos. El Padre Azul no hace distinciones entre los humanos. Y los habita, uno por uno…

—Pero, aun así —lamentó Abá Saúl—, es tan difícil bajar los escalones de la vejez…

—Bájalos con inteligencia —le animó el Maestro—. Bájalos sabiendo que subes…

—¿Es que no temes a la muerte? —Insistió el hakam.

—Os lo dije: la muerte es otra genialidad del Padre Azul.

Jaiá seguía fascinada con la seguridad de aquel Hombre.

—¿Una genialidad? —preguntó—. Pero, ¿qué es realmente la muerte?

—Os lo he dicho —replicó Jesús—. La muerte es un dulce sueño…

—Sí —le interrumpió la anciana—, pero, ¿qué más?

El Galileo observó a sus amigos y rogó a Jaiá que lo acompañase.

Saúl y yo nos miramos, intrigados.

¿Qué se proponía?

La anciana obedeció y se fue tras el Hijo del Hombre.

Jesús se detuvo al final del pasillo, frente a la puerta de entrada a la vivienda e invitó a la mujer a que abriera dicha puerta.

Jaiá, desconcertada, volvió la cabeza hacia su marido e interrogó a Saúl con la mirada.

¿Qué hacía? Las langostas seguían en el exterior…

Abá Saúl no lo dudó y la animó a que obedeciera al Maestro.

Jaiá, entonces, decidida, echó mano del pasador y tiró de la madera.

Y la puerta se abrió…

Escuchamos el zumbido de las “gregarias”.

Jesús se apresuró a cerrar la hoja y declaró.

—Esto es la muerte… Abrir una puerta.

Jaiá, deslumbrada, obsequió al Galileo con la mejor de sus sonrisas.

Y Jesús preguntó a la anciana:

—¿Te ha dado miedo?... ¿Te ha dado miedo abrir la puerta?

La mujer negó con la cabeza.

Nunca olvidaré aquella conversación sobre las esteras en las que una mano misteriosa trenzó los tres círculos concéntricos: la bandera de Micael, Dios de nuestro pequeño gran universo. Micael: Jesús de Nazaret…

“La muerte solo es abrir una puerta…”».



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