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miércoles, 28 de mayo de 2025

La paciencia


Fuente: “Somos fuerza” de Patricia Ramírez.

«La paciencia es la habilidad de esperar desde la serenidad. La paciencia no es un don. Es un valor que tiene relación con la virtud de la fortaleza y que todos podemos entrenar. No digas “yo soy así” para justificar tu impulsividad, tu prisa y tu falta de paciencia. Tal vez eres así hoy, pero puedes dejar de ser así si entrenas.

Ser pacientes nos ayuda a disfrutar más del presente, a no ser esclavos de la inmediatez a la que nos vemos sometidos a diario.

Las personas pacientes sufren menos ansiedad y son menos irascibles. Piensa: ¿podrías haber hecho menos cosas el año pasado, pero disfrutando más mientras las hacías?

¿Qué se puede hacer para desarrollar más este valor?

Toma conciencia. ¿En qué momentos, con qué personas, con qué actividades sueles perder la paciencia? ¿En las colas de los supermercados? ¿Cuando tienes a un torpón conduciendo delante de ti? ¿Cuando tus hijos no obedecen en casa? ¿Cuando tu pareja dice de salir a las cinco y a las cinco menos diez aún no se ha metido en la ducha? ¿Cuando tu madre te da consejos continuamente sobre cómo tienes que educar a tus hijos a pesar de que sabe que no compartes su manera de educar? Es importante tomar conciencia de los momentos en los que perdemos la paciencia para así poder prevenirlos. Se previenen anticipándonos.

Planifica tu entrenamiento paciente. Elige actividades en las que a partir de ahora decidas ser paciente y escríbelas. Se trata de que decidas cuál es el comportamiento paciente para las situaciones que has descrito. Ensáyalas en tu mente. Imagínate comportándote de esa manera paciente en situaciones en las que sueles perder la paciencia. Disfruta de tu opción B. La opción A es la impaciencia. Y piensa que esa opción B también te representa; incluso te va a representar más a partir de hoy. No trates de cambiar todas las situaciones de golpe. Empieza solo por una, por la que más te apetezca.

Cambia tu etiqueta. A partir de ahora eres una persona paciente, aunque no lo practiques durante el día. Las etiquetas condicionan tu forma de actuar. Así que cuanto más te lo repitas, antes empezarás a actuar así.

Aprende a realizar todo a un ritmo más bajo. Eso no significa que tengas que ser lento ni dejado, solo que bajes un poco el ritmo. Habla, come, camina, respira, lee… más despacio, como si no tuvieras prisa. Porque a pesar de que tengas muchas cosas pendientes, ir rápido te llevará a cometer más errores, no a resolverlos antes. Recuerda el dicho: vísteme despacio que tengo prisa.

Medita. Meditar nos ayuda a serenar la mente y apreciar el momento presente. Descubrimos la inmensidad de la vida y nuestra pequeñez aumentando la contemplación y reduciendo el activismo. Y estos beneficios no solo los sientes en el acto mismo de meditar, sino que el cerebro es capaz de asimilarlos y se transforma.

Dedica tiempo a no hacer nada. Solo observar. La tarea de observar, a pesar de que al principio creas que estás perdiendo el tiempo, conseguirá relajarte. La idea de “En este momento no tengo que hacer nada, ni siquiera con mi mente, solo observar” puede ser muy relajante. Una persona paciente es capaz de llevar a cabo este ejercicio sin desesperarse».

Los valores nos definen. Son la imagen de lo que deseamos ser, de cómo queremos vivir, de cómo nos queremos comprometer.

Recuerda: los valores están al alcance de cualquier persona. No dependen de poder, fama, dinero, cultura…, dependen del corazón y nunca pasan de moda.


miércoles, 21 de mayo de 2025

El grano de mostaza


Fuente. “101 cuentos clásicos de la India”. Recopilación de Ramiro Calle.

Una mujer, deshecha en lágrimas, se acercó hasta el Buda y, con voz angustiada y entrecortada, le explicó:

—Señor, una serpiente venenosa ha picado a mi hijo y va a morir. Dicen los médicos que nada puede hacerse ya.

—Buena mujer, ve a ese pueblo cercano y toma un grano de mostaza negra de aquella casa en la que no haya habido ninguna muerte. Si me lo traes, curaré a tu hijo.

La mujer fue de casa en casa, inquiriendo si había habido alguna muerte, y comprobó que no había ni una sola casa donde no se hubiera producido alguna. Así que no pudo pedir el grano de mostaza y llevárselo al Buda.

Al regresar, dijo:

—Señor, no he encontrado ni una sola casa en la que no hubiera habido alguna muerte.

Y, con infinita ternura, el Buda dijo:

—¿Te das cuenta, buena mujer? Es inevitable. Anda, ve junto a tu hijo y, cuando muera, entierra su cadáver.

El Maestro dice: Todo lo compuesto, se descompone: todo lo que nace, muere. Acepta lo inevitable con ecuanimidad.


miércoles, 14 de mayo de 2025

Hijo del Hombre


Fuente: “Hermón. Caballo de Troya 6” de Juan José Benítez.

En un proyecto secreto, dos pilotos de la USAF (Fuerza Aérea Norteamericana) viajan en el tiempo al año 30 de nuestra era a la provincia romana de Judea para seguir los pasos de Jesús de Nazaret y comprobar cómo fueron sus últimos días.

Fascinados por la figura y el pensamiento de Jesús de Nazaret, deciden acompañar al Maestro durante su vida pública. Para ello deben actuar al margen de lo establecido oficialmente en la operación denominada “Caballo de Troya”. Jasón y Eliseo, así son conocidos los dos pilotos, retroceden al mes de agosto del año 25 de nuestra era. Buscan a Jesús y lo encuentran en el monte Hermón, permaneciendo con Él durante cuatro semanas.

El siguiente diálogo entre Jesús de Nazaret, Jasón y Eliseo se produce, al amor de un buen fuego, tras la cena del día 20 de agosto del año 25 en el campamento situado a los pies del monte Hermón. Con el fin de no hacer demasiado extensa la entrada, he omitido algunas frases que no afectan al mensaje recogido.

[…] —Señor —terció el ingeniero—, ¿qué es lo que has perdido en estas montañas? ¿Por qué dices que has venido a recuperar lo que es tuyo?

El Hijo del Hombre, consciente de lo que se disponía a revelar, meditó las palabras. Echó mano de una de las ramas y jugueteó con el pacífico fuego. Después, grave, en un tono que no admitía duda alguna se expresó así:

—Hijo mío, lo que voy a comunicarte no es de fácil comprensión para la limitada y torpe naturaleza humana. Sois los más pequeños de mi reino y entiendo que tu mente se resista...

Jesús prosiguió:

—De acuerdo a la voluntad de mi Padre, ha llegado el momento de restablecer en mí mismo la auténtica identidad del Hijo del Hombre. Mi verdadera memoria, voluntariamente eclipsada durante esta encarnación, ha vuelto a mí… Y con ella, mi “otro espíritu”.

Y durante un largo rato descendió a los detalles, informando del porqué de su presencia en este mundo.

Al parecer —según dijo—, esa era la voluntad de su querido Ab-bā, su Padre Celestial. Él, como Hijo de Dios, debía vivir, conocer y experimentar de cerca la existencia terrenal de sus propias criaturas. Eso era lo establecido. Ese requisito resultaba vital e imprescindible para alcanzar la absoluta y definitiva soberanía como Creador de su universo. Ese, en suma, era el precio para lograr la definitiva entronización como rey de su propia creación.

—Entonces, si no he comprendido mal —terció el ingeniero—, tú eres un Dios... “camuflado”.

El Maestro, descabalgado, rio con ganas.

—¿Un Dios escondido?... Sí, de momento... Y os diré más. Aunque tampoco es fácil de asimilar, de acuerdo con otros de los designios de Ab-bā, otro de los objetivos de esta experiencia humana consiste en “vivir” la fe y la confianza que yo mismo, como Creador, solicito de mis hijos respecto a ese magnífico Padre.

—Tu encarnación en este planeta obedece a eso, a la necesidad de experimentar... —musitó Eliseo.

—Es el plan divino. Solo así puedo llegar a ser íntima y realmente misericordioso.

Y me atreví a profundizar en lo que ya sabía:

—Si no he comprendido mal, tú, Señor, no estás aquí para redimir a nadie...

Sencillamente, negó con la cabeza. Y afirmó:

—El Padre no es un juez. El padre no lleva esa clase de cuentas. ¿Por qué exigir responsabilidades a unas criaturas que no tienen culpa? Cada uno responde de sus propios errores...

Y Jesús, señalándonos entonces con el dedo, remachó:

—Estad, pues, atentos y cumplid vuestra misión: debéis ser fieles mensajeros de cuanto digo. Que el mundo, vuestro mundo, no se confunda.

Mensaje recibido.

—Conocer de cerca a tus criaturas. Vivir y experimentar en la carne. Pero, Maestro, ¿qué puedes aprender de nosotros?, ¿qué hay de bueno en unos seres tan mezquinos, brutales, necios, primitivos...?

El Galileo le interrumpió.

—¡Dios!

—¿Dios?

—Así es. Esa es otra de las razones, la gran razón, por la que he descendido hasta vosotros. Revelar a Ab-bā. Recordar a estas, y a todas las criaturas de mi reino, que el Padre reside, per-so-nal-men-te, en cada espíritu.

Eliseo, en esos momentos, no se percató de la importancia de la revolucionaria afirmación del Galileo. Y se desvió:

—¿Otras criaturas? Pero, ¿cómo otras criaturas? ¿Dónde?

—Acabo de decírtelo: estás en los comienzos de una venturosa carrera hacia el Padre. Algún día lo verás con tus propios ojos. La creación es vida. No reduzcas al Padre a las cortas fronteras de tu percepción.

—¿Estás diciendo que ahí fuera hay vida inteligente?

—Mírame... ¿Me consideras inteligente?

Eliseo, aturdido, balbuceó un “sí”.

—Pues yo, hijo mío, procedo de “ahí fuera”, como tú dices…

Eliseo, descolocado, cayó en un profundo mutismo. Aproveché el silencio de mi compañero y me centré en otra de las insinuaciones del Maestro.

—Tu reino... ¿Dónde está? ¿En qué consiste?

Jesús extendió los brazos. Abrió las palmas de las manos y me miró feliz.

—Aquí mismo...

Después, levantando el rostro hacia la “Vía Láctea” añadió:

—Ahí mismo...

—¿El universo es tu reino?

—No, querido Jasón —matizó con aquella infinita paciencia—, los universos tienen sus propios creadores. El mío es uno de ellos.

Eliseo, de ideas fijas, comentó casi para sí:

—¡Muchos Dioses!... Y tú, ¿eres grande o pequeñito?

El Maestro y yo cruzamos una mirada. Y, sin poder remediarlo, terminamos riendo.

—En los reinos de mi Padre, no hay grandes ni pequeñitos... El amor no distingue. No mide.

—Señor —pregunté—, esas criaturas, las que dices que también forman parte de tu reino, ¿son como nosotros? ¿Necesitan igualmente que les recuerdes quién es el Padre?

—Toda la creación vive para alcanzar y conocer a Ab-bā. Esa es la única, la sublime, la gran meta... Algunos, como vosotros, están aún en el principio del principio. Ellos, no lo dudéis, están pendientes de este pequeño y perdido mundo. Lo que aquí está a punto de suceder los llenará de orgullo y de esperanza.

Extrañas y misteriosas palabras.

—¿Y por qué nosotros? —atacó de nuevo el incansable ingeniero—. ¿Por qué has elegido este remoto planeta?

—Eso obedece a los designios del Padre..., y a los míos, como Creador. En su momento te hablaré de las desdichas de este agitado y confundido mundo. Nada, en la creación, es fruto del azar o de la improvisación.

—Entonces, Señor, tú vas por tu reino, por tu universo, revelando al Padre... ¿Ese es tu trabajo?

—Sí y no... Entrar a formar parte de la vida de mis criaturas, como te dije, es una exigencia para todo Hijo Creador. Antes de esta encarnación, por ejemplo, yo he sido ángel... Y también me he sometido voluntariamente a la naturaleza de otros seres a mi servicio. Otros seres que tú, ahora, ni siquiera imaginas.

—¿Tú has sido un ángel?... Pero, ¿cómo?

—Hijo mío, ¿puedes explicar a los hombres de este tiempo de dónde vienes y cómo lo haces?

Eliseo negó con la cabeza.

—Pues bien, deja que el conocimiento y la revelación lleguen a su debido tiempo. Disfruta de la maravillosa aventura de la ascensión hacia el Padre. Nada quedará oculto..., pero ten fe. Aguarda confiado.

Y Jesús puso el dedo en la llaga.

—Dime: ¿crees en lo que te digo?

Esta vez me uní a la rotunda afirmación de Eliseo.

—Absolutamente, Señor...

—Entonces, dejadme hacer. Mi Padre “sabe”. No lo olvidéis...

En agosto del año 25, durante su estancia en el Hermón, a punto de cumplir 31 años, Jesús de Nazaret, nuestro Creador, recuperó lo que era suyo y fue consciente de su verdadera naturaleza divina. Hasta entonces, vivió como un ser humano normal y corriente. Fueron años turbulentos. “Algo” férreo e invisible lo impulsaba hacia el gran Padre Azul. Él mismo, antes de su encarnación, se impuso esta condición. Solo así le fue posible vivir, sufrir y experimentar la naturaleza humana.

Una vez asumida su genuina naturaleza divina, el Maestro pudo haber abandonado el mundo de su encarnación. Conocía al hombre y, de haber regresado a su lugar, habría recibido la soberanía de le pertenecía, pero, una vez más, se sometió a la voluntad del Padre y siguió con nosotros para hablarnos de Él y encender la luz de la verdad.


miércoles, 7 de mayo de 2025

Muestra tus emociones


Fuente: “¿Por qué no soy feliz” de Silvia Álava.

Nuestro instinto animal nos incita a ocultar nuestra vulnerabilidad como una forma de protegernos. A este hecho se le añade las falsas creencias de que en la vida es mucho mejor no mostrar las emociones y que, si mostramos lo que sentimos, se nos va a tachar de débiles o blandos.

En primer lugar, ocultando las emociones perdemos una información muy útil para entender lo que nos ocurre y tomar buenas decisiones. Cuando negamos las emociones, nos autoengañamos diciéndonos que estamos bien, que no nos ocurre nada, pero las emociones no desaparecen y terminan mostrándose en forma de enfermedades somáticas (molestias gastrointestinales, dolores de cabeza, erupciones en la piel…) cuya causa no es orgánica. No es que algo no funcione bien en nuestro organismo, sino que la causa es emocional: lo que estamos sintiendo de manera continuada irrita de tal modo al organismo que termina enfermando. El dolor es el mismo que cuando hay una causa física, pero el origen está en los sentimientos y, por tanto, es ahí donde tenemos que incidir para solucionarlo. Podemos parchearlo con analgésicos y otros medicamentos, pero, sin trabajar el origen, es imposible que lo solucionemos.

En segundo lugar, hay que ser muy fuertes y valientes para mostrar que somos de carne y hueso, que no somos de piedra, que somos vulnerables, que estamos hechos de emociones y que somos capaces de enseñar lo que sentimos. Es normal sentir tristeza, enfado, frustración… No somos, por ello, menos que nadie y no debemos juzgarnos por sentirnos así ni cambiar para satisfacer a nadie.

Estamos poco acostumbrados a fijarnos en lo que sentimos, a tratar de interpretarlo, a darle un nombre y una explicación. No es una tarea fácil para la que, además, apenas hemos recibido entrenamiento.

Todos podemos aprender a interpretar nuestras emociones para entender qué nos ocurre, pero, antes, nos tenemos que permitir sentirlas porque no es posible poner el cerebro en modo “emoción apagada”. El cerebro humano viene preparado para sentir. Nuestras emociones nos afectan mucho más de lo que pensamos y no debemos taparlas ni ignorarlas.

Cuando somos incapaces de manifestar, leer y procesar nuestra emociones, nos convertimos en analfabetos emocionales que, incluso, carecemos del léxico necesario para nombrar lo que sentimos. Las habilidades emocionales se aprenden y se pueden mejorar con independencia de la edad. Todos podemos mejorar. ¿Por qué no aprendemos a manejar las emociones para ponerlas a nuestro favor?