El escritor Joan Maragall (1860-1911), considerado uno de los padres de la poesía catalana modernista, publicó en 1905, en castellano, el artículo “Las tres preguntas”.
Este artículo lo leí por primera vez en un viejo libro, ya centenario, de mi padre: “Tercer libro de lectura” editado en 1924 por Seix y Barral Herms. Posteriormente, he buscado este relato en los fondos de la Biblioteca Nacional (Volumen IV de los Artículos de Joan Maragall).
«Cuando llegué a aquel punto de mi cuento en que para resolver el conflicto entra con toda su fuerza el gigante, la mayor de las niñas me interrumpió diciendo:
—¿Y éste era bueno o malo?
—¿Y todo eso es verdad? —preguntó enseguida la segunda.
—¿Y qué más? —repuso la tercera ávidamente.
Quedé espantado. La moral, la ciencia y la poesía me proponían secamente el triple enigma. —¡Descíframe o te devoro! —parecían decirme. […]
¿Qué iba a decir, pobre de mí, a aquellas criaturas? El cuento yo lo inventaba a medida de contarlo, y: “¿Qué más?”. Para las niñas era una realidad superior que yo mismo no tenía ya el derecho de destruir; pero: “¿Era verdad todo aquello?”. El gigante había de obrar como un gigante: “¿Son buenos, son malos, los gigantes?”.
Y dije a la mayor:
—Hija mía, no quisiera que entrases en el mundo viendo a los hombres así, partidos en dos rebaños: unos todos blancos, otros todos negros; aquéllos buenos, éstos malos. Una tal visión sólo Dios puede tenerla, pero su sabiduría ha dicho al hombre: No jugarás. Y aun de Él mismo se dice que vendrá a juzgar, no a los buenos y a los malos, sino a los vivos y a los muertos; y aunque en un cierto modo general se entienda que los vivos serán los buenos y los muertos serán los malos, porque aquella vida y aquella muerte sean las de la gracia, yo no sé qué otro sentido más profundo y misterioso se adivina en tal vida y en tal muerte que no se encuentra desde luego en las palabras bondad y maldad.
Hay en tu corazón un santo impulso que te mueve a acoger en ti o a repeler los actos humanos según ellos sean, y conforme a esta atracción o a esta repulsión los llamarás, inocentemente, buenos o malos; mas, al hombre que los ejecuta, tu corazón temblará de juzgarlo por bueno o por malo en sí, por vivo o por muerto ante Dios.
El homicidio te será siempre odioso en justicia; pero con el homicida, ¡cuidado! Cada hombre es un secreto de Dios, y tú no violarás el Santuario. Los hombres podrán juzgar al hombre según sus leyes, pero el divino juicio, ¿quién lo usurpará? Condenarás a un hombre a una pena civil por un acto suyo; nunca podrás decir si él es bueno o malo.
Muchas veces he notado en ti esta propensión a formar un juicio definitivo, no sólo de cada hombre, sino de los grupos que ellos forman; y así, si has oído de dos pueblos que estaban en guerra, has preguntado en seguida, cuál era el bueno y cuál el malo, y lo mismo de los bandos y partidos de un mismo pueblo y de las clases sociales en general, como si hubiera en ti un anhelo de clara justicia y de poner todo tu corazón de una sola parte, o bien que, nueva en la vida, y tímida por tanto, quisieras saber enseguida en quién y en quién no podías fiar.
Pues yo te digo: fía en tu corazón para con todos; y donde él te falte, en ninguno; porque nadie hay tan bueno que no pueda engañarte, ni nadie malo que no sea tu hermano. Y de todos te digo como de este gigante del cuento, que él obrará como gigante que es, y tú le conocerás por sus obras, pero nunca bastante para que no estés dispuesta a mudar de sentimiento a cada una que emprenda.
La niña quedó confusa, y hasta me pareció que conmovida, pero no sé si del todo segura.
Y entonces dije a la segunda:
—Sí, todo lo que te he contado es verdad, pero no vayas a creer que es una verdad como esta mesa y estas sillas; porque hay un mundo que vemos y otro que no vemos, y tanta verdad es el uno como el otro, y aun, cuando tú seas mayor, quizá comprendas que muchas cosas que no vemos son más verdaderas que esta mesa y que estas sillas.
Pues bien, los cuentos suceden en el mundo que no vemos, y en él tienen una realidad muy firme. Yo te he visto a veces en el jardín estar entre cosas verdaderas, como son los árboles, las flores, las paredes y otros muchos objetos que se ven y se tocan, y sin embargo, he observado en tus ojos como un alejamiento de todas estas cosas; que las mirabas y no las veías, que las tocabas y no hacías ningún caso de ellas, porque tal vez pensabas en los juegos de ayer o en tus juegos de mañana que ya no te estaban presentes o que todavía nunca lo habían estado ni quizás lo estarían, pero que su verdad es tan fuerte en ti que te privaba de ver lo que te estaba delante y de sentir lo que tenías en la mano; de modo que para ti entonces más verdad era aquello que esto.
Y aun te haré notar que cuando juegas con tu muñeca ves en ella algo que no está en la muñeca misma; y cuando arreglas las sillas de modo que juntadas parezcan un coche, ves el coche y no ves las sillas; y cuando tiras de la cuerda colgada de la pared y dices tus hermanos: “Ahora suena la campana”, ellos y tú la oís sonar, aunque aparentemente no haya tal campana, pero que si la hubiera no la oiríais mejor ni con tanto deleite; y es que aquella campana que no está, suena en un mundo en el que viven en aquel instante todos los que a ella juegan; y dime si no es aquélla, para ti, una vida más fuerte y verdadera que ésta en que andamos y comemos.
Pues así mismo es el mundo de los cuentos y la verdad de los cuentos. Y si me preguntas para qué sirven este mundo y esta verdad y estos cuentos, te diré que sirven para vivir del todo; porque no es sólo el cuerpo lo que tenemos, ni sólo de pan vive el hombre.
Creerás, pues, que son verdad todos aquellos cuentos que te parezca que te hacen vivir más y mejor, aquellos que tú quisieras vivir en ellos, aquellos de los que interiormente te digas: “Esto debería ser”; porque desde el momento en que lo dices, aquellos cuentos son; y te diré más; que, en una forma u otra, en tu vida aquellos cuentos serán tan reales como esta mesa y estas sillas.
Pero si un cuento que te cuentan no lo sientes pasar en tu alma, si no aumenta tu vida, si más bien parece que te estorba de vivir, no lo escuches, olvida lo contado, ríete de él, porque aquel cuento no es verdad; y aún más te diré: que, aunque fuera una cosa sucedida, desde el momento en que interiormente lo contradijeras y repugnaras, aquel cuento, aquel hecho ya no sería verdad. ¿Comprendes ahora, hija mía, la verdad de los cuentos?
La niña bajó la cabeza y sonrió callando.
—Bueno, ¿y qué más? —saltó al fin la pequeña, cuya sed de cuento, adormecida un poco por las palabras de mi digresión, despertó violenta en el silencio. Mi numen cuentista estaba agotado o distraído; pero como nunca a los niños se les debe dejar un cuento sin acabar, corté por lo sano y dije apresuradamente:
—Pues que entró el gigante, y como traía mucha hambre, se los comió a todos. Y colorín colorado, este cuento está acabado.
—Es muy corto. ¡Otro! —pidió la implacable.
—Sí; pero… otro día —dije levantándome.
Conocí que la inocente esfinge de tres cabezas no había quedado satisfecha; pero como le di la esperanza no me devoró. Y comprendí que, merced a eso, vamos viviendo, y que así marcha el mundo, y que siempre falta un cuento que contar a los niños y a los hombres».
- Cuento del fin de los cuentos
- Cuento final
- El árbol de la mentira
- La termita que devoraba las palabras
- ¿Y si todo fuera un sueño?