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miércoles, 24 de septiembre de 2025

Cómo relacionarse con un familiar narcisista

¿Qué podemos hacer si identificamos con claridad a una personalidad narcisista con quien nos debemos relacionar por pertenecer al mismo núcleo familiar de origen o político? Se trata, sin duda, de una situación compleja, dolorosa y dañina.

Álex Rovira Celma, en un vídeo creado en su cuenta de Tik Tok, hace algunas reflexiones que pueden ayudarnos a gestionar la relación con un familiar narcisista.

- En primer lugar, mantén expectativas realistas. No esperes empatía, comprensión ni cambios por parte de esta personalidad narcisista.

- No entres en discusiones ni intentes convencer a esta persona de que está equivocada. Es inútil y te frustrará.

- Establece límites claros sobre qué comportamientos son aceptables para ti y aléjate cuando los traspase.

- No compartas información personal que pueda usar en tu contra después, porque lo hará. Sé correcto/a, pero reservado/a.

- No dependas de su aprobación ni de su validación. Refuerza tu autoestima, independientemente de su opinión.

- Rodéate también de familiares y amigos que te apoyen. No los aísles nunca por complacer o seguirle el juego a la persona narcisista.

- Concentra las conversaciones en temas neutros. Evita política, religión u opiniones enfrentadas.

- Respeta sus puntos de vista, aunque no los compartas. No hace falta entrar en discusión. Cambia de tema.

- Céntrate en lo único que puedes controlar: tu actitud.

- Si la relación te perjudica demasiado, valora limitar el contacto a lo estrictamente necesario.

Con empatía y temple puedes manejar una relación difícil con un familiar cercano narcisista al que te vas a encontrar, sí o sí, en las reuniones familiares.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

Corregir los errores


Fuente: “Cómo afrontas los errores”. Boletín Informativo del Dr. Mario Alonso Puig.

«¿Qué hacemos cuando alguien comete un error? Es fácil reaccionar desde el enfado, pero los errores no necesitan castigo, necesitan corrección.

Cuando castigamos a alguien por equivocarse, a menudo añadimos una carga innecesaria de culpa y vergüenza. Es como pisar una flor que ya estaba marchita: no la ayudas a crecer, solamente aceleras su deterioro. En cambio, cuando ayudamos a esa persona a reconocer el error y a repararlo, no solo favorecemos el aprendizaje, también fortalecemos la relación.

Esto también se aplica a nosotros mismos. ¿Cómo nos hablamos cuando cometemos un error? ¿Nos castigamos… o nos hablamos como lo haríamos con alguien a quien queremos de verdad?

Los errores son parte del aprendizaje, no una razón para el castigo.

La próxima vez que alguien (o tú mismo) se equivoque, prueba a reemplazar el juicio por comprensión. Ofrece una oportunidad para corregir y reparar desde el respeto, no desde el reproche. Verás cómo esa actitud ayuda a aprender y a generar más confianza.

Todos cometemos errores, pero la forma en que los afrontamos puede marcar la diferencia. La corrección construye; el castigo, divide.

Decía el gran psicólogo norteamericano William James: “Eres tú, con tu forma de hablarte cuando te caes, el que determina si te has caído en un bache o en una tumba”».


miércoles, 10 de septiembre de 2025

Cuánta tierra necesita un hombre

El clásico escritor ruso León Tolstói (1828-1910), autor de las novelas “Guerra y Paz” (1869) y “Ana Karenina” (1877), es uno de los más eminentes autores de narrativa realista de todos los tiempos. Profundo pensador social y moral, escribió en 1886 el relato “Cuánta tierra necesita un hombre”. Se trata de una parábola sobre la ambición del ser humano. Pajom es un campesino al que ninguna extensión de tierra satisface: cuanta más tiene, más necesita. Al conocer que los habitantes de una lejana región, los bashkirios, le ofrecen tanta tierra como pueda recorrer en un día, no lo dudará e intentará abarcar la mayor cantidad posible…

En esta entrada se incluye una adaptación de la versión que de este cuento editó “Confiar Cooperativa Financiera” (Medellín, 2019).

Érase una vez un campesino llamado Pajom, que trabajaba dura y honestamente para su familia, pero, como no tenía tierras propias, siempre permanecía en la pobreza.

—Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la tierra —pensaba a menudo—, los campesinos morimos como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.

Cerca de la aldea de Pajom vivía una mujer, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que iba a vender sus tierras. Pajom oyó que un vecino suyo iba a comprarle veinticinco hectáreas y que la mujer había aceptado cobrar la mitad en efectivo y esperar un año para cobrar la otra mitad.

—Comprarán toda la tierra y yo me quedaré sin nada —calculó Pajom.

Así que decidió hablar con su esposa.

—Otras personas están comprando y nosotros también deberíamos comprar. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus colmenas; pusieron a trabajar a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre su paga; pidieron prestado el resto a un cuñado y, así, juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pajom escogió una parcela de quince hectáreas que tenía algo de bosque, fue a ver a la mujer e hizo la compra.

Ahora Pajom tenía su propia tierra. Compró semillas a crédito, las sembró y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar las deudas con la que había sido propietaria de las tierras y con su cuñado. Se convirtió, así, en terrateniente, talaba sus propios árboles y alimentaba su ganado con sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba y las flores que crecían allí le parecían diferentes a las de otras tierras.

Un día, estando Pajom sentado en la puerta de su casa, se detuvo un viajero. Pajom le preguntó de dónde venía y el forastero respondió que venía más allá del Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a otra y el hombre comentó que por allí había muchas tierras en venta y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo y tan tupido, que cinco cortes de guadaña formaban una gavilla.

El corazón de Pajom se colmó de anhelo.

—¿Por qué he de sufrir en este agujero —discurrió— si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y con ese dinero comenzaré allí de nuevo y tendré todo lo que siempre he querido.

Pajom vendió su tierra, su casa y su ganado y obtuvo buenas ganancias. Compró muchas tierras de cultivo y pasto y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba. Se mudó con su familia a su nueva propiedad. Lo que había dicho el campesino era cierto y Pajom estaba en mucha mejor posición que antes.

Al principio, Pajom se sentía complacido, pero, cuando se habituó, tampoco allí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo y arrendó más tierras por tres años. Fueron años de buenas cosechas y Pajom pudo ahorrar dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

—Si todas estas tierras fueran mías —pensó— sería independiente y no sufriría incomodidades.

Un día, pasó por sus tierras un corredor de bienes inmuebles y le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirios, donde había comprado seiscientas hectáreas por solo mil rublos.

—Simplemente debes hacerte amigo de los jefes —le dijo—. Yo les regalé vestidos, alfombras, una caja de té y vino y la compra de la tierra fue una ganga.

—Vaya —consideró Pajom—, allí puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.

Pajom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros obsequios, tal y como el vendedor les había aconsejado. Continuaron hasta recorrer más de quinientos kilómetros y al séptimo día llegaron al lugar donde los bashkirios habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pajom, se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pajom sacó los presentes de su carromato, los distribuyó y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron buscar y le explicaron a qué había ido el forastero.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo:

—De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

—¿Y cuál será el precio?

—Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pajom no comprendió.

—¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

—No sabemos calcularlo —dijo el jefe—. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo por mil rublos.

Pajom quedó sorprendido.

—Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra —dijo.

El jefe se echó a reír.

—¡Será toda tuya!, pero con una condición: si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

—¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

—Iremos a cualquier lugar que gustes y nos quedaremos allí. Desde ese sitio emprenderás tu viaje llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pajom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té y, así, llegó la noche. Le dieron a Pajom una cama y se dispersaron prometiendo reunirse a la mañana siguiente y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pajom se acostó, pero no pudo dormir. No dejaba de pensar en su tierra.

—¡Qué gran extensión marcaré! —imaginó—. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos. Yo escogeré las mejores y las trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos ponernos en marcha. Se levantó, despertó al criado, que dormía en el carromato, le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirios.

—Es hora de ir a la estepa para medir las tierras —indicó.

Los bashkirios se levantaron y se reunieron. También acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss y ofrecieron a Pajom un poco de té, pero él no quería esperar.

—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirios se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pajom iba en su carromato con el criado y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, apeándose de carros y caballos, subieron a una loma. El jefe se acercó a Pajom y extendió el brazo hacia la planicie.

—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pajom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, llana como la palma de la mano, negra como semilla de amapola y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

—Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pajom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

—Iré hacia el sol naciente —dijo al fin—.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

—No debo perder tiempo —pensó—, pues es más fácil caminar mientras todavía hace fresco.

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pajom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó y, ahora que había vencido el entumecimiento, apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol con la gente encima. Calculó que había caminado cinco kilómetros. Había subido la temperatura; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha.

—Todavía es demasiado pronto para virar —se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

—Seguiré otros cinco kilómetros —calculó— y luego giraré a la izquierda. Este lugar promete tanto, que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.

Siguió derecho por un tiempo y cuando miró alrededor, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas.

—He avanzado bastante en esta dirección —pensó—. Es hora de girar. Además, estoy sudando y muy sediento.

Se detuvo, cavó un pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua, giró a la izquierda y continuó la marcha.

Hacía mucho calor y Pajom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

—Bien —se dijo—, debo descansar.

Se sentó, comió pan y bebió agua. Después de estar un rato sentado, siguió andando y, aunque tenía sueño, continuó y pensó: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.

Avanzó un largo trecho en esa dirección y ya iba a girar de nuevo a la izquierda, cuando vio un fecundo valle.

—Sería una pena excluir ese terreno —juzgó—. El lino crecería bien aquí.

Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Miró hacia la loma. El aire estaba brumoso por el calor y apenas se veía a la gente de la loma.

—Los lados son demasiado largos —pensó—. Este debe ser más corto.

Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte. Aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado y estaba a quince kilómetros de su meta.

—Aunque mis tierras queden irregulares —advirtió—, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado y ya tengo gran cantidad de tierra.

Entonces cavó un pozo deprisa.

Con dificultad, echó a andar hacia la loma. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas, pero no podía descansar para llegar antes de ponerse el sol.

—¡Cielos! —se recriminó—. ¿Qué pasará si llego tarde?

Miró hacia la loma y hacia el sol. El sol se aproximaba al horizonte y todavía estaba lejos de la meta.

Con mucha dificultad, siguió caminando apurando el paso. Arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra y conservó sólo la azada que usaba como bastón. Finalmente, se echó a correr.

—¡Ay de mí! —clamaba para adentro—. He deseado mucho y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.

Continuó corriendo. La camisa y los pantalones, empapados en sudor, se le pegaban a la piel y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón latía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran.

Aunque temía morir por el agotamiento, no podía detenerse y siguió corriendo. Al acercarse oyó que los bashkirios gritaban. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El sol casi rozaba el horizonte, pero Pajom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, el dinero y al jefe, riendo a carcajadas, sentado en el suelo.

Cuando llegó a la loma miró al cielo. ¡El sol se había puesto! Pajom dio un alarido.

Pensó que todo su esfuerzo había sido en vano, pero oyó que los bashkirios aún gritaban y recordó que, aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Llegó a la cima, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

—¡Vaya, qué sujeto tan admirable! —exclamó el jefe—. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pajom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pajom estaba muerto!

Los bashkirios chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada, cavó una tumba para Pajom y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.


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miércoles, 3 de septiembre de 2025

El verdadero rostro de Dios (I)


Fuente: “Hermón. Caballo de Troya 6” de Juan José Benítez.

En un proyecto secreto, dos pilotos de la USAF (Fuerza Aérea Norteamericana) viajan en el tiempo al año 30 de nuestra era, a la provincia romana de Judea, para seguir los pasos de Jesús de Nazaret y comprobar cómo fueron sus últimos días.

Fascinados por la figura y el pensamiento de Jesús de Nazaret, deciden acompañar al Maestro durante su vida pública. Para ello deben actuar al margen de lo establecido oficialmente en la operación denominada “Caballo de Troya”. Jasón y Eliseo, nombres por los que son conocidos los pilotos, retroceden al mes de agosto del año 25 de nuestra era. Buscan a Jesús y lo encuentran en el monte Hermón, permaneciendo con Él durante cuatro semanas.

El siguiente diálogo entre Jesús de Nazaret, Jasón y Eliseo se produce en el campamento situado a los pies del Hermón, al amor de un buen fuego, tras la cena del día 21 de agosto del año 25. Con el fin de no hacer demasiado extensa la entrada, he omitido algunas frases que no afectan al mensaje recogido.

La “chispa” divina

[…] «—Pues bien, yo os digo que el Padre ya está en vosotros. Os estoy hablando de uno de los grandes misterios de la Creación. El Padre, en su infinita misericordia, en su indescriptible amor, hace tiempo que se instaló en vosotros…

Notó nuestra confusión y profundizó.

—Cada criatura del tiempo y del espacio recibe una diminuta fracción de la esencia divina. El Padre, como os dije, aunque único e indivisible, se fracciona y os busca. Se instala en cada uno de vosotros, los más pequeños del reino.

—¿Se trata de una parábola?

—No, Jasón, esto es real. Y no me preguntes cómo lo hace porque nadie lo sabe. Es una de sus grandes prerrogativas. Él, así, “sabe”. Él, así, “está”. Él, así, se comunica con la creación y se hace uno con cada mortal inteligente.

—Pero, ¿cómo es eso?, ¿cómo un Dios puede habitar en mi interior?

El Maestro se limitó a mover las brasas, levantando un fugaz chisporroteo. Después, llamando nuestra atención, prosiguió:

—¿Veis las chispas?... Pues en verdad os digo que algo similar sucede con el Padre. Una “chispa” divina, una parte de Él mismo, vuela hacia cada criatura y la hace inmortal.

Supongo que captó la perplejidad de aquellos exploradores. Sonrió amorosamente y exclamó:

—A esto, justamente, he venido. A revelar al mundo que sois hijos de un Dios… Y lo sois por derecho propio.

—Pero, Señor, yo no percibo nada raro… Si Dios estuviera en mi interior tendría que notarlo.

—Te diré algo, ¿Qué opinas de esta bella mariposa? ¿Por qué se siente atraída por la luz? (Una enorme y hermosa mariposa cuadriculada en blanco y negro, una euprepia oertzeni, atraída por la luz de la fogata, fue a posarse en el extremo de la rama con la que jugueteaba el Maestro).

—Eso es algo instintivo…

—Correcto. Ella no es consciente, pero “algo” la empuja…

Asentimos en silencio.

—Pues bien, con vosotros, los humanos, ocurre lo mismo. “Algo” que no podéis, que no sabéis definir, os impulsa a pensar en Dios. “Algo” desconocido os proporciona la capacidad intelectual suficiente como para plantearos el problema de la divinidad. “Algo” sutil os arrastra hacia el misterio de Dios. Nadie se ve libre de esas inquietudes. Tarde o temprano, en mayor o menor medida, todos se hacen las mismas preguntas: “¿quién soy yo?, ¿existe Dios?, ¿qué quiere de mí?, ¿por qué estoy aquí?”.

Dirigiéndose al ingeniero, preguntó:

—¿Nunca has percibido esa inquietud?

Eliseo reconoció que sí. Muchas veces…

—Ahora lo sabes. Ese impulso, esa necesidad de conocer, de saber de Dios, está animado por la “chispa” que te habita. Esa “presencia” de Dios en tu interior es la que verdaderamente te hace distinto. La que te inquieta. La que perfecciona y corrige tus pensamientos. La que, a veces, escuchas en voz baja. La que siempre tiene razón. La que, en definitiva, “tira” de ti hacia Él.

—Y la mariposa, Señor, ¿también es habitada por el Padre?

Jesús, soltando una carcajada, negó con la cabeza:

—Los animales se mueven por instinto. En ocasiones pueden demostrar sentimientos, pero, ninguno, jamás, se plantea la necesidad de buscar a Dios. Ni siquiera tienen conciencia de sí mismos. La “chispa” del Padre es un regalo exclusivo a los humanos…

Eliseo, inquieto lo interrumpió:

—¿Y tus ángeles? ¿Reciben también la “chispa” del Padre?

—No querido… Esa magnífica y divina presencia del Creador os alcanza únicamente a vosotros, las criaturas del tiempo y del espacio. Las más humildes…

Entonces, dirigiéndose a este explorador, comentó:

—Estás muy callado…

—Es demasiado para mi torpe y corto conocimiento, Señor… Pero, ya que lo planteas, dime: ¿tiene esa “chispa” algo que ver con la famosa frase…?

No me dejó concluir.

—Sí, Jasón… “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Tú eres igual a Dios porque lo llevas en lo más profundo. Y no son meras palabras… Tú eres su imagen. Más aún: ¡tú eres Dios! Y te diré más: algún día “trabajarás” a su lado, creando y sosteniendo…, como Él.

¿Por qué crees que Ab-bā ha pensado en ti? Porque el amor no es posesivo, el amor del Padre, como la luz, solo se mueve en una dirección: hacia adelante. Él, aunque ahora no podáis comprenderlo, os necesita. Él será Él cuando toda su creación sea Él.

—¿Estás insinuando que el ser humano es inmortal?

Esta vez sonrió pícaro. Dejó correr una bien estudiada pausa y, cuando la tensión rozó las estrellas, exclamó rotundo:

—No insinúo… ¡Afirmo!... ¡Sois inmortales! Así lo ha querido el Padre. Estoy aquí para revelar al Padre. Para decirle al confuso y confundido hombre que la esperanza existe… ¡Que sois hijos de un Dios! ¡Que habéis sido elegidos por el infinito amor de Ab-bā! ¡Que estáis, simplemente, en el principio!

—Entonces —intervine tímidamente—, eso de ganar o merecer el cielo…

El Maestro pronunció una sola palabra:

—Mattenah (regalo).

—¿Un regalo? ¿La inmortalidad es un regalo?

Sí Jasón. El hombre debe saber que es inmortal por expreso deseo de mi Padre. Haga lo que haga o diga lo que diga…

Supongo que volvió a adivinar nuestros pensamientos.

—De eso no os preocupéis. Esa es otra historia. Para los que hacen daño o, sencillamente, se equivocan, hay otros procedimientos… En verdad os digo que nadie escapa al amor de Ab-bā. Tarde o temprano, hasta los más inicuos son “tocados”…

—Señor, ese nuevo Dios, ese magnífico Padre…, no va a gustar a tu pueblo.

—No he venido a imponer. Solo a revelar. A recordar cuál es el verdadero rostro de Dios y cuál es la auténtica condición humana. Mi mensaje es claro y fácil de entender. Ab-bā es un Padre entrañable, amoroso, que no precisa de leyes escritas, ni tampoco de prohibiciones. El que lo descubre sabe qué hacer… Sabe que todo consiste en amar y servir, empezando por el prójimo».